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Con Marco Antonio Solís, El Buki, la Plaza de Toros Santa María de Querétaro, lució como pocas veces: llena hasta el tope y con un ambiente de fiesta nacional.
La noche del sábado pasado en la plaza no cabía ni un alfiler ni en las alturas, donde los lugares son económicos, hasta en el ruedo, donde conviven los que tienen para pagar y hasta para invitar.
Para que todos aprovecharan el espectáculo, que es parte de la gira nacional Gracias por estar aquí, se montó un escenario de cuatro vistas, como un cubo.
Pero ni así fue suficiente y a algunos les tocó 30% de rostro y 70% de espalda del cantante, a otros el 20% del trasero de las coristas, y de frente la orquesta que acompañó al músico y compositor.
Las edecanes que estaban en la Santa María para acomodar a la gente y servir tragos, ni acomodaban gente y ni servían trago, sólo sufrían cuando les pedían un espacio. “Ya no hay lugares”, repetían y todavía faltaba media hora para que el concierto empezara.
Los meseros corrían de un extremo al otro, sudaban, tropezaban, reclamaban: “Te están pidiendo una cerveza allá, ¡muévelas!”, gritaba uno. “¡Van los hielos!”, vociferaba otro. Faltaba tiempo para que el Buki saliera de su carpa-camerino y los empleados ya no se daban abasto.
Hubo gente que pagó mil 500 pesos por un boleto VIP, pero hizo fila más de una hora para entrar, como los de gayola, como quien paga 100 pesos, como cualquier hijo de vecino para que me entienda.
Lo más precavidos llevaron una sillita y se acomodaron frente a la entrada VIP, y esperaron y esperaron y esperaron, como quien va a pagar sus impuestos o a pedir consulta al Seguro Social.
Para abrir boca, un hombre empezó a cantar rancheras y a la media hora ya no podía con la chifladera. Sudaba y cantaba, y no se sabía si era por la temperatura o por la gritería. Cuando se despidió ni un adiós le dijeron al pobre. ¿Que cómo se llamaba? A nadie le importó. La gente pedía a Marco Antonoio Solís a grito pelado.
Una mujer, que llamaremos Laura N, agarraba con ganas un ramo de rosas rojas, se veía nerviosa y rara, estaba llena de fierros que le cubrían el pecho y la espalda. “A mí me acaban de operar la columna, no debería estar aquí”, detalló.
Cuenta que llegó del Distrito Federal sólo para ver al cantante, la acompañaba su hijo y, al otro día, se regresó a seguir convaleciendo.
Relata también que su marido murió hace un año y se quedó sola, que juntos iban a todos los conciertos de El Buki: “A todos y a donde fuera”. Que se conocieron escuchando al cantante y que ahora que él ya no está, a ella le gusta recordarlo en los conciertos. Le quiso dar las rosas al cantante, pero los de seguridad no se lo permitieron.
Es entonces que uno entiende por qué el público quiere tanto a El Buki. No es porque se parece a Cristo crucificado, con su greñita larga y su barba. Tampoco es por esa manera de brincar y de mover la cabeza, tan suya. No es porque agradece los aplausos, inclinándose en el escenario, como el príncipe azul de los cuentos de hadas.
Tampoco porque hace pausa entre canción y canción y reza, ¡sí, reza!, quizá un Padre Nuestro o vaya usted a saber.
Lo quieren porque sus temas son parte de esas historias de amor que ocurren en la vida real, como la de Laura N, su difunto marido y las canciones de El Buki.