He leído Marca de agua de Martha Favila desde mis propias marcas. Desde ahí soy —como la propia dedicatoria del libro lo dice— “salvadora y salvada”. Marcada entonces desde el inicio por la palabra “marca”, resulta difícil no sentir a cada momento que mientras leo voy recorriendo rastros, siguiéndolos casi obsesivamente.
Todo es huella, todo es recorrido, todo es “marca” en este libro: la letra de la autora en la dedicatoria, la mancha de tinta en la portada, las letras que traspasan el papel para dejarse ver en otras hojas. Así, los poemas están en la página que los contiene, pero también en la anterior o en la siguiente… Marcas sobre las marcas, los poemas hablan de algo que podríamos llamar amor, deseo, encuentro erótico; de cualquier forma de salvación, regreso a la vida, embarcación que encuentra al náufrago entre la furia de las olas:
Llegaste a tiempo
porque ya no había
donde clavar
otra navaja
sólo la esperanza
de salir con vida
La autora sabe desde el inicio que se trata de un viaje sin regreso y elige quedarse. Nosotros, sus lectores, terminamos por quedarnos también: ¿quién no lleva rastros en el cuerpo?, ¿quién no ha elegido el boleto de ida sin pensar en el de vuelta? Tan es así que ha hecho ese viaje escritura, versos que señalan un recorrido por el cuerpo casi roto por otras batallas:
Acepté tus irreprochables
vendajes
lavaste las heridas
como el lobo
que cuida a su manada
Dejarse sanar por ese “pirata de Salgari/ fuera de contexto”, por ese “gaviero de Mutis/ equivocado de ciudad/ de novela”. Dejarse salvar por la escritura de las marcas indelebles en el cuerpo, ser rescatada —como suele hacer la poesía— no sólo por el acontecimiento del que da cuenta el poema, sino también por la escritura que regala la tinta sobre el papel, la mancha sobre la piel de la página que se va escribiendo sola, como dictada por lo desconocido de unas manos hermosas.
¿Estamos ante un libro de poemas de amor nuevamente? Es posible. Es posible que descubramos mientras leemos que somos testigos de la historia entre un hombre y una mujer que se encuentran —como nos encontramos todos— en la vida, entre el trabajo
y las cosas por hacer, entre los caminos que se cruzan en una carretera. Sólo que en este caso el yo lírico de estos poemas transitaba por el gris de la carretera y no únicamente por la carretera. No andaba yo de paseo por la vida, ni siquiera buscando ser salvado entre lo revuelto de un mar de gente. No. La constante en estos versos es la sorpresa de lo inesperado, la alegría que se teje ante sus ojos —y los nuestros— por descubrirse contemplando la belleza que creía enterrada en el pasado:
Tuve razón de ser
aquella vez
el paréntesis se volvió pasado
agradecí
y empecé a cantar de nuevo.
Agradecer como se agradece la salud luego de la enfermedad y de la fiebre. Decir una pequeña plegaria de agradecimiento al breve rayo de sol que se posa por unos instantes en la piel sellada por el largo invierno. Tan inmóvil el corazón y de repente movido por el fuego que deja su marca.
Pero todo cumple su ciclo, la maquinaria de la vida no para, el engranaje del tiempo continúa su vuelta y con ella arrastra al presente para volverlo pasado:
Me voy de la historia,
salgo de cuadro,
me voy sin hacer ruido,
para que cuando lo notes
ya no sientas nada.
Salir de cuadro, abandonar la escena, emprender el regreso sin boleto de regreso —como dijimos antes—, lo cual significa quedarse entonces en esa historia. O mejor dicho: la permanencia de esa historia sobre la piel
y el pensamiento: marca de agua en el papel sobre el que se ha escrito este libro de poemas.