Cuando el ciudadano común, no melómano, escucha hablar sobre compositores piensa automáticamente en Joan Sebastian.
“¿Cuál de los dos: Joan Sebastian (el ‘Rey del Jaripeo’) o Johann Sebastian… Bach?”, pregunta Arturo Villela, compositor de música de orquesta.
Es originario de la Ciudad de México, pero radica en Querétaro desde hace nueve años, aún así es capaz de perderse en la ciudad y confundir Plaza de Armas con el Jardín Guerrero.
Perteneció al Sistema Nacional de Creadores (2011-2013) y estudió composición con Ulises Ramírez, en la Escuela Nacional de Música; con Alan Georgi Kostov, en el Conservatorio de Sofía, Bulgaria; y también con Alan Gordon Bell y con Sir Peter Maxwell Davies en Escocia, entre otros.
Ha escrito la música de cintas de Julián Hernández, el único mexicano que ha ganado un premio Teddy en el Festival de Berlín, como El Cielo dividido, Rabioso Sol, Rabioso Cielo en la más reciente, Yo soy la felicidad de este mundo. También en cintas de Roberto Fiesco como Estatuas, Paloma y Trémulo.
“Lo que necesito para escribir la música de una película es conocer al director, entender qué es lo que quiere y qué tan profundo va su discurso”.
Villela escribió el escore de Rogelio, corto de Guillermo Arriaga, y con José Manuel Sepúlveda trabajó en el documental La frontera infinita.
“Cuando el trabajo de score está bien hecho, no nada más es un acompañamiento, le da mucho más vida a la película”, afirma.
Dice que el músico en el cine debe siempre escribir en segunda persona y ajustarse a las condiciones.
“Puedo tener un plan para tener tres orquestas y dos coros, a veces existe el presupuesto para eso antes de que empiece el rodaje, pero luego de termina el rodaje sólo existe el presupuesto para una flauta y bongó”.
En 2011, firmó contrato con la editora Sordino Ediziuns Musicalas de Suiza, para editar tres obras anuales.
El entrevistado pertenece a esa rara especie de los compositores, los incomprendidos del mundo de la música. Dice que mucha gente no entiende cómo trabaja. “Ese es uno de los problemas que yo encuentro, que nadie más entiende lo que es componer, excepto los compositores”.
Cuenta una rara historia de Peter Maxwell, icono de los compositores, cuando escribió su “Sexta Sinfonía” caminando desnudo alrededor de una playa en una isla desierta.
Por ejemplo, “si uno está sentado en un sillón parece que no está haciendo nada; por ejemplo yo trabajo mucho acostado y se les hace muy raro”.
“¿Entonces, eres como Hugh Hefner, de Playboy, pero sin conejitas?, pregunta el reportero. Villela ríe. “Eso está buenísimo”. Vuelve a reír.
Dice que hace música no para ganar dinero, “sino porque entiende que sólo vas a vivir una vez”, reflexiona.
También hay que aprender a vivir con todo tipo de adversidades. “Yo le decía a mis padres, los compositores tienen que jugar futbol americano, para entender lo que es la adversidad y no darse por vencidos”, explicó.
Admite que lo de ser incomprendido es lo de menos. “Igual yo no comprendo a los contadores, a los administradores, ni a los mercadólogos, a los que menos comprendo es a la gente que hace comerciales”.
Recordó cuando escribió su “Tercer Cuarteto de Cuerdas”, a los 25 años, después de pasar un año deprimido, bloqueado. “La escribí casi en automático, sin estar pensando, se lo mandó a un primer violín de cuarteto y se me olvidó que la había escrito; pero ahorita ya no la escucho, ya no la aguanto, es muy fuente, es como comer un plato muy condimentado, o como leer un diario de una época muy dolorosa”.
No relaciona la música con el sexo, más bien piensa en comida. “Tengo un poco cruzados los cables y, a veces, en lugar de decir cocinar digo componer, en lugar de música digo comida”.
Termina la entrevista, se apaga la grabadora, se levantan las últimas mesas del café y Villela toma los pasteles con los que llegó y hace camino. “También soy muy pastelero”, dice.