Londres. —Cuando por un golpe de suerte Hernán Cortés y sus hombres descubrieron el famoso tesoro de Moctezuma en las Casas Viejas de Axayácatl, el lujoso palacio donde el propio emperador mexica los había hospedado, ante sus ojos cobraba vida una de las más famosas leyendas divulgadas entre aventureros y conquistadores europeos de la época: las llamadas ciudades de oro.
Según Bernal Díaz del Castillo, la sala que escondía el tesoro que Moctezuma heredó de sus ancestros contenía numerosas joyas de oro, piedras de chalchihuites y otras grandes riquezas, como nunca antes había visto en su vida. La descripción del cronista español sugiere que se trataba de un gran botín cuyo valor habría generado gran expectativa entre los hombres de Cortés.
Sin embargo, cuando el conquistador se dispuso a distribuir el oro obtenido en este palacio y en otros espacios de Tenochtitlan, la jugosa recompensa que sus hombres anhelaban se redujo a una suma casi irrisoria, mucho menor de la que habrían de obtener quienes se embarcaron en empresas conquistadoras en otros territorios del Nuevo Mundo, como Perú.
En realidad, el oro acumulado por los soberanos de Tenochtitlan durante varias generaciones no era tan abundante como suponían estos españoles ávidos de tesoros, y como hoy se suele imaginar. Incluso es probable que “el oro obtenido por Cortés en Tenochtitlan no fue suficiente ni para compensar los gastos de la expedición”.
“Cortés y sus hombres nunca quedaron satisfechos con el escaso oro que encontraron en las arcas reales de Tenochtitlan. Los españoles se decepcionaron al percatarse de que prácticamente no había objetos de oro, sino solamente con oro, pues la gran mayoría combinaban delgadas láminas del metal amarillo con piezas de plumaria, piedra pulida, madera, ámbar, cobre, piel o textil”, dice a EL UNIVERSAL el arqueólogo Leonardo López Luján, director del Proyecto Templo Mayor, quien desde hace varios años, en colaboración con el investigador José Luis Ruvalcaba, del Instituto de Física de la UNAM, emprendió una investigación sobre la colección de piezas de oro que se han recuperado en 36 años de exploraciones arqueológicas en el recinto sagrado de Tenochtitlan.
Esta investigación, cuyos resultados se presentaron este fin de semana en la Sociedad de Arqueología Americana en San Francisco y serán publicados en la revista Estudios de Cultura Náhuatl, editada por la UNAM y coordinada por Miguel León-Portilla, explica por qué el preciado metal nunca alcanzó para la civilización mexica la relevancia económica, social, política y religiosa de la que gozaron otras materias suntuarias, como las plumas de quetzaltótotl y de xiuhtótotl, así como las diversas clases de chalchíhuitl (piedras metamórficas azul-verdes).
De acuerdo con la investigación, los mexicas no explotaron el metal de manera abundante porque, en realidad, eran pocos los yacimientos de oro nativo a su alcance, pues los estados más ricos en oro se encontraban lejos de los territorios conquistados por Tenochtitlan. Una explotación de este metal en el subsuelo hubiera requerido para los mexicas una avanzada tecnología con la que los pueblos mesoamericanos no contaban. “La metalurgia no fue un desarrollo tecnológico autóctono en Mesoamérica, sino que se introdujo desde Sudamérica de manera tardía”.
La poca abundancia de oro en Tenochtitlan queda comprobada con las excavaciones que los arqueólogos han realizado en el Templo Mayor y se refuerza con los estudios de fluorescencia por rayos X que el investigador José Luis Ruvalcaba realizó en las piezas para determinar los porcentajes de oro, plata y cobre que contenían.
La excavaciones realizadas entre 1978 y 2014 en la zona han arrojado cerca de 204 ofrendas, de las cuales sólo 14 contenían artefactos o residuos del metal amarillo. En total, la colección de oro de este sitio está conformada por 267 piezas completas, “casi siempre de tamaño y peso reducidos”, y de cientos de diminutos fragmentos, una cantidad mucho menor en relación a los miles de artefactos de piedras verdes, copal, obsidiana, pedernal y cobre que se han recuperado en esa misma zona.
No obstante su escasez, los mexicas estimaron mucho el oro por sus excepcionales cualidades físicas y su contenido simbólico, comenta López Luján: “Lo asociaron con el Sol y lo llamaron cóztic teocuítlatl, es decir, la ‘excrecencia divina de color amarillo’. Sin embargo, nunca lo valoraron tanto como a las plumas finas, principalmente las de quetzal, ni como a las piedras metamórficas verdes, entre ellas el jade, la serpentina y la crisoprasa. Éstas eran dos materias complementarias que vinculaban respectivamente con el mundo celeste y seco, y con el inframundo húmedo”.
Como la mayoría de los materiales preciosos obtenidos por los mexicas, el oro llegaba como parte de regalos, botines de guerra y cargamentos comerciales, pero también era obtenido a través de los tributos que tenían que pagar las provincias bajo su dominio, las cuales contaban con yacimientos. En ocasiones excepcionales (funerales de soberanos, entronización de sus sucesores y consagración de las ampliaciones del Templo Mayor), las provincias tributarias tenían la obligación de ofrendar piezas de oro terminadas.
Las investigaciones muestran que el oro, en bruto o laminado, era trabajado en Tenochtitlan por orfebres dotados de impresionantes habilidades técnicas y artísticas. Muchos de estos “plateros de oro” tenían sus talleres dentro del Totocalli o “Casa de las Aves”, junto a los de otros artesanos como lapidarios, plumajeros, pintores, talladores, tejedoras y bordadoras; otros residían en Azcapotzalco. “Al parecer, se trataba de especialistas mexicas de altísimo nivel que se habían asentado ahí desde 1430 y que siguieron practicando la metalurgia durante todo el periodo colonial”, apunta López Luján.
El trabajo de estos orfebres mexicas y azcapotzalcas se puede apreciar en las pocas piezas que sobrevivieron al saqueo de los conquistadores y que han sido recuperadas en las excavaciones del Templo Mayor.
Entre las joyas destacan un par de orejeras de las divinidades del pulque, pendientes de caracol cortado, ornamentos roseta de papel plisado, pendientes de plumas de águila y cuentas de cerámica con recubrimiento de oro. Piezas perfectamente confeccionadas y que revelan que los mexicas y azcapotzalcas desarrollaron su propia tradición orfebre. “Hoy todo el mundo asume que el oro de Tenochtitlan era mixteca, pero una idea central de nuestro estudio es que la tradición orfebre de los mexicas y de los azcapotzalcas es diferente de la mixteca”, asegura López Luján.