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Por considerarlas “un pésimo ejemplo social”, a comienzos de los años 50 el entonces regente Ernesto P. Uruchurtu sentenció a las luchadoras a trabajar fuera de la Ciudad de México y del estado de México. Se tuvieron que ir a “pueblos rascuachos” a disputar allí “máscaras, caballeras y campeonatos”. Fue hasta el 21 de diciembre de 1986 cuando las damas pudieron volver a entrar a la Arena Coliseo.
La de aquellas mujeres —como Irma González, Chabela Romero y, más recientemente, Lady Maldad— es una de las muchas historias del mundo de la lucha libre que recupera en dos números especiales Artes de México.
El equipo de la revista que dirigen Margarita de Orellana y Alberto Ruy Sánchez, junto al investigador, crítico, cineasta y escritor Orlando El Furioso Jiménez, trabajó durante un año en la producción de estos dos números que representan una de las más completas revisiones a un tema que en años recientes ha recobrado auge.
Las dos publicaciones recuperan, por una parte, textos históricos y claves para explicar el fenómeno como son los escritos por Roland Barthes, “El mundo del catch”, y de Carlos Monsiváis, “El Santo, ser uno mismo para ser otro”. Por otra parte, revisan a distintos actores de este espectáculo —coleccionistas y mascareros, por ejemplo—. Despliegan el arte que en las últimas décadas ha mirado hacia el luchador, el público, la máscara, la transformación del cuerpo; reúnen a todo color y con una impecable edición obras de Francisco Toledo, Sergio Arau, Dr. Lakra, Dr. Alderete, Miguel Valverde, Demián Flores y Marisa Lara y Arturo Guerrero, entre otros artistas, y piezas de colecciones históricas de todo lo relacionado con la lucha, como la que ha formado Christian Cymet o el archivo visual de Arturo Ortega Navarrete.
Las revistas consiguen mantener en sus páginas esa complicidad que cobija a aficionados y practicantes, que más allá de los lazos de sangre —que también son comunes— hace que todos se sientan como una familia.
Orlando Jiménez coordinó los dos números en los que hay visiones que van de la antropología a la literatura.
La idea de hacer un número de lucha libre no estaba muy presente en la revista, reconoce Margarita de Orellana: “La lucha libre es un universo, un campo enorme dentro de la cultura de México. Notamos que había una especie de renacimiento, una clase media que buscaba signos de identidad y que no los habíamos podido recoger. Orlando conocía a los expertos en todos los campos: literatura, coleccionismo, historia y, además, conocía a todos los artistas, a los luchadores, obviamente, con los que viaja constantemente. Vimos que daba una riqueza que se podía explotar en la revista”.
Tomada la decisión, el equipo editorial y de diseño de Artes de México acabó por irse a las luchas, tanto a la Arena México como al Coliseo; era necesario para entender el espectáculo.
Laura de la Torre, responsable del cuidado editorial de la revista, recuerda: “El trabajo que hicimos fue primero ser espectadores y lectores sobre la lucha libre. A pesar de que es un movimiento muy arraigado en nuestro país, no siempre lo razonas a un nivel consciente. Descubrimos un universo impresionante: los signos mexicanos en la lucha libre, el movimiento fotográfico, las figuras de colección, lo que conforma el deporte espectáculo”.
“Una de las cosas que más nos impactó al empezar a ir fue el público”, dice De Orellana. “Hay una relación tan estrecha, significativa, y hay sus personajes. En el Coliseo había una viejita a la que todo el mundo rendía pleitesía y como todos los luchadores pasaban a saludarla, todos los papás y los niños aprovechaban para estar junto a ella y fotografiarse con el luchador”.
“Es Guillermina Zarzosa, La cavernaria —interviene Orlando Jiménez—. Ella presume que fue novia de El Cavernario, en los años 40, presume de haber estado en la máxima lucha de la lucha libre mexicana: Santos contra Black Shadow en el 52”.
Páginas adentro. En las revistas aparece, por ejemplo, un grabado del periódico Le Monde, de 1867, recuperado por Jiménez, uno de los primeros que hace referencia a un luchador enmascarado; Cymet documenta la presentación en 1915, en Estados Unidos, de un luchador enmascarado, y el debut el 4 de marzo de 1934, en la antigua Arena México, de un enmascarado. Cymet se detiene en la historia de los célebres mascareros, convencido de que “tan importante es el luchador que porta una tapa como la persona que la fabrica” y entonces se refiere por ejemplo a don Antonio Humberto Martínez, de León Guanajuato, quien creó la máscara de la Maravilla Enmascarada, usada en 1934; de las primeras que se registra en México.
En su texto, la antropóloga Adela Santana explica cómo en años recientes las clases altas han vuelto la mirada hacia las arenas y los enmascarados. Eso se confirma en camisetas y bolsas que se venden en las tiendas más chic de la Condesa; en portadas de revistas de vanguardia, donde los luchadores se dejan ver con indumentaria estilizada, entre bandas de rock y disc jockeys, en pufs, en puntas de antenas de los autos y, finalmente, en el mercado pirata.
Rogelio Flores en su reportaje cuenta cómo han evolucionado los juguetes de estos personajes “iconos de plástico, titanes coleccionables” que nadie sabe con certeza quién fabricó por primera vez, pero que sí está claro que en los años 60 alcanzaban los 14 centímetros y hoy apenas si llegan a los ocho.
Desde fuera. A Margarita de Orellana lo que más le sorprendió de la lucha libre fue el absoluto orden: “Es un espectáculo, tiene un principio y un final. Aunque hay una metáfora en los luchadores entre lo que están haciendo y su vida, hay, al entrar, un absoluto respeto, una especie de disciplina dentro de la catarsis”.
“La lucha libre es de las pocas cosas donde los mexicanos podemos tener un orden”, vuelve a intervenir Orlando Jiménez.
Hacer las revistas significó para el equipo de Artes de México, para Jiménez y Cymet un redescubrimiento: “Ninguna institución cultural del país le había dado el peso. Es la lucha que Christian y yo hemos dado; muchas veces sacados del ring con rudezas y picotazos de ojos, pero ahí regresamos, porque somos unos necios que creemos, como mucha gente, que esto tiene un valor en la vida diaria y en el imaginario colectivo, que tiene un peso, pero es un peso que se tiene que escudriñar”, dice Orlando El Furioso Jiménez que, durante la entrevista, como en muchos momentos de su vida diaria, usa una máscara de luchador: “Este universo del pancracio nos ha atrapado. Nos tiene al pie del cañón. Trato de no dejar de ser aficionado y, al mismo tiempo, de cumplir con una responsabilidad profesional. Inicié hace 20 años con una tesis sobre El Santo, y me di cuenta de que esto daba la oportunidad de tomarlo como un campo profesional. Esto no pasó desapercibido para nuestros grandes autores pero tampoco mereció plantear un gran proyecto de investigación”.
Cymet cuenta que colecciona desde que tenía cinco años, aunque desde los 10 tomó la decisión de coleccionar exclusivamente materiales sobre lucha libre. Su afición es tan grande que, de niño, llegó un momento en que iba los jueves a la Arena Revolución, viernes a la México, sábado a la Revolución, y domingo al Toreo o a la México o al Pabellón Azteca. “Luego compré máscaras de la Arena y el siguiente paso fueron máscaras profesionales, hechas por un buen mascarero, pero no sudadas; después fue comprar máscaras sólo sudadas, luchadas; de esas tengo como mil 600”.
Para Margarita de Orellana, el paralelismo respecto a la máscara, entre la lucha libre y las danzas tradicionales de México es inevitable: “En las comunidades indígenas la máscara es muy importante y no es lo mismo una máscara que acaba de hacer un artesano para vender, que una máscara que fue bailada, aunque esté sangrada, sucia el mascarero sabe para quién la hace y por qué la hace. Sí hay una liga a significados que esas máscaras tienen en sus comunidades y la lucha libre”.
Orlando Jiménez agrega: “La máscara no es un elemento mexicano, el primer enmascarado viene de Estados Unidos, pero la máscara es el elemento que identifica la lucha libre mexicana. En el cuento de Enrique Orozco —‘Quítale la máscara’—, los hermanos se pelean años por la máscara de El Santo, que es el símbolo de la personalidad de una figura para ellos esencial.”
El equipo editorial que participó en el proyecto comenta que las publicaciones resultaron una forma de llegar a nuevas y más claras conclusiones.
“Lo que me ha hecho pensar es que la esencia de México es el saber apropiarse de algo. Eso pasó con la lucha libre, eso pasó con la máscara. Que esos elementos puedan quedarse en un arte, transformarse y hacerlos nuestros. La lucha libre es un elemento de una subcultura; es una subcultura en un mundo global que se ha hecho muy identificable y, si quieres, muy consumible”, concluye Orlando Jiménez.
Margarita de Orellana encuentra que la lucha libre es un universo a descubrir. “En Artes de México hacemos muchas veces lo que otros no: tomamos un tema que aparentemente todo el mundo conoce y los primeros sorprendidos somos nosotros. Empezamos con temas que son como símbolos nacionales —tequila, mezcal, tejido, arte popular— y de repente nos ha llevado a trabajar la antropología y la estética. Últimamente hemos encontrado una vertiente estética en muchas manifestaciones que no son arte popular pero que tienen un valor de significado importante para el país. Sorprende la lucha libre, pero de inmediato entendemos que es parte de lo que hemos estado estudiando estos 28 años”.