A un año de que se cumpla una década de su desaparición física, la figura de Francisco Cervantes comienza a dibujar un nítido itinerario en las letras nacionales.
Poeta de singular factura, a medio camino entre la reinvención de una lengua medieval, más apta para la cantiga y el romance que para los trinos del siglo XX, y el fino trazado de una aventura personalísima basada en el autoescarnio y la inmolación de la figura del dramaturgo queretano.
Su escritura, al paso de los años, se desprende de los filos más agudos y de los bordes más amargos, para quedar como una escritura de profunda ternura y de una factura muy difícil de imitar porque parte de un habla familiar y dotada de una intimidad expresiva.
A la distancia prefiero dos libros singulares dentro de su trayectoria poética: El libro de Nicole y Regimiento de nieblas. El primero, uno de los poemarios más delicados y amorosos de lírica de la segunda mitad del siglo XX en México, dotado de una delicadeza formal y de una musicalidad que aseguran la emoción que transita por esos poemas.
El segundo, una de las producciones más singulares de Francisco Cervantes. Se trata de un poemario cercado por las lecturas de un agudo crítico de la modernidad, donde Borges, Paz, Eliot, Saint John Perse, y otros poetas, asoman en composiciones que dialogan activamente con algunas de las estrategias de la vanguardia. Sorprende saber que un poema tan logrado como “Ciudades de las ánimas” pertenezca, en realidad, a la producción de juventud de este autor.
Su labor como traductor sigue siendo muy notable, aunque me parece más datada, más anclada a un momento histórico. De ese trabajo rescato para mí sus versiones de los poemas Piales de Fernando Pessoa y su inmejorable versión de la “Oda marítima” de Álvaro de Campos. Ojalá las nuevas generaciones de lectores encuentren que este poeta, extraño y fuera del tiempo, les diga aún cosas para comprender su entorno y su propio momento.
*Luis Alberto Arellano, (Querétaro, 1976) Estudiante del Doctorado en Literatura Hispánica