Hablar de la forma de vestir de una comunidad, es hablar de su cotidianeidad. Porque cada prenda, diseño o material es reflejo de su ideología, religión, reglas de etiqueta social, así como también de sus actividades económicas, comerciales y poder adquisitivo; el clima de la región y su situación geográfica también influyen en las modas que se diluyen con las épocas al pasar de los años.
Así fue en la región serrana y en especial en los municipios de Arroyo Seco y Jalpan de Serra, donde el clima caliente semitropical predomina la mayoría del año y que permite el cultivo de frutas como mango, ciruela, guayabilla, naranja. Sus tierras fértiles también son aptas para el cultivo de maíz y frijol.
En estas tierras de la Huasteca queretana se tuvo la fortuna de conocer por referencias de conocidos, como fue costumbre, a músicos, artesanos, familias de todo tipo, que con sus recuerdos, piezas textiles que tenían guardadas y alguno que otro tesoro fotográfico, ayudaron a recrear la vestimenta antigua que los pobladores de esa región usaron hace más de un siglo.
Tal fue el caso de la familia del señor Hugo Olvera de Jalpan de Serra y del cronista Antonio Castillo de Arroyo Seco, quienes colaboraron con sus archivos fotográficos en los que se puede observar a las mujeres usar vestimentas muy recatadas con naguas hasta el tobillo y sacos que les cubrían la parte superior del cuerpo desde los brazos hasta el cuello. En aquella época no era bien visto que las mujeres anduvieran a “raiz” (sí, así con el énfasis en la “a”) fuera de su casa. Al salir había que usar nagua y enagua y ponerse su saquito encima de la camisa, que normalmente era de manta con alforzas, y por supuesto echarse a cuestas el rebozo, que algunas usaban de algodón, otras de lana, dependiendo de lo que se pudiera conseguir en la zona o de lo que artesanas, como la señora Isabel Ramos, elaboraban en telar de cintura.
Así también lo relató Don Pío Quinto, un viejo amigo, músico huapanguero de la comunidad de El Bosque, en Purísima de Arista, Arroyo Seco. Él contaba que allá, cuando fue joven y era contratado en las grandes fiestas de los pueblos para amenizar con la bella música del huapango, veía a las mujeres vistiendo naguas largas con olanes hechas con telas a veces floreadas y a veces, de colores llamativos.
Los diseños en las vestimentas femeninas eran tan variados como la imaginación de las mujeres que confeccionaban las prendas, aunque algunos patrones prevalecían entre la mayoría, como era peinar su cabello con una o dos trenzas adornadas con listón, el largo de las naguas, el largo de los sacos, las cintas que estos mismos llevaban por debajo para amarrarse en la cintura y para que se les acentuara un poco el contorno de sus curvas. Como dato curioso, una de las prendas como esta de esta colección, se rescató de una almohada propiedad de la señora Pedraza, quien contaba que antes era normal que la ropa vieja o rota se usara como relleno.
Las mujeres que tuvieran con qué podían darse el lujito de vestir un chermés, si no, las telas más comunes, que eran adornadas con espiguillas, encajes o tejidos de gancho, iban desde el calicot, percales floreados o mantas y cambayas y se llevaban desde los obrajes de Querétaro a la zona serrana por mercaderes, como fue el caso de los Vázquez, quienes tuvieron una tienda muy grande e importante para el rumbo de Landa de Matamoros. Familias de comerciantes, como esta, eran un eslabón importantísimo en el comercio entre las zonas urbanas y rurales. Llevaban telas, joyas, tecnología, productos de otros estados y a cambio surtían a la capital con aguardiente de caña del más puro, mancuernas de piloncillo y café.
En el caso del varón, dado que ellos eran los del oficio dejando a las mujeres encargarse de la labor doméstica, su vestimenta era marcada —como ya se había comentado anteriormente— por su actividad económica y su poder adquisitivo. Los más humildes vestían calzón, camisa y patío de manta; algo que era común no solo en los municipios serranos, sino en la mayoría del territorio nacional.
Algo peculiar, sin embargo, fue el uso de las chamarras de mezclilla y de los overoles que ya a principios de siglo XX se conseguían, nuevamente gracias a los mercantes de los tendejones y los arrieros que llevaban mercancía de varios sitios de la República. De igual manera podían conseguir morrales de ixtle provenientes de Peñamiller, Hidalgo o San Luis Potosí, o muchas veces utilizaban costales de lana hechos en telar de cintura por las mujeres de su familia, en los que acostumbraban a echar el taco para irse luego a la labor en la milpa o con los animales. De ahí el término que se usa comúnmente de “tacos paseados”, pues aquellos que no les daba tiempo de calentar su taco andando en el campo o no se los acababan, regresaban a terminarlos en sus casas.
Don Pio Quinto también contaba que en la Sierra había varias curtidoras de piel. Después de tratarlas con cal y dejarlas secar, se les vendían los tramos de donde ellos cortaban las zuelas y una única tira larga con la que elaboraban sus huaraches. Cuando podían o cuando había, conseguían también paliacates y sombreros de palma de los diseños que hubiera disponibles.
Así pues, como sigue siendo en la actualidad, la vestimenta tuvo una carga socio-cultural importantísima que permite a las nuevas generaciones conocer su historia y sus orígenes a través del legado textil.