Capítulo 3
El camino lo pasé en un silencio sepulcral. Miré el lugar que me vio crecer y también partir. El lugar que simplemente me transformó siendo tan solo una niña. Recargué la cabeza sobre la ventanilla del autobús y comencé a hacer el recuento de mis hombres caídos, cada mentira, cada uno de los “te amo” que me atreví a pronunciar y que no valían un peso.
Ahí estaba yo, a las cuatro de la tarde frente a una cascada que parecía que tocaba las nubes. Me quité las sandalias y recordé cómo era la sensación de las rocas sobre los pies desnudos.
Pero, ¿quién es Daniel? Preguntan todos, ¿por qué sigue siendo tan importante a pesar de los años? Me pregunto algunas mañanas, ni yo misma tengo idea del daño profundo que me ha causado… o tal vez sí, pero todos estos años he curado ese dolor con otros tantos, que me han servido de tan poco.
Me esforcé para ser el cuerpo perfecto, las noches eternas, pagando en mensualidades con crudas morales. El cuerpo tiene mente propia, necesidades muy bajas que suelo satisfacer casi siempre. La mente se adiestra, moldea, se reutiliza sin menor daño, en cambio la incertidumbre de no saber qué decisión tomar, es la peor de las desventuras. He llenado las novedades de recuerdos, reproches, malos ratos y en aquellos momentos que el amor ha salido a mi encuentro, queriendo inundar mi alma, llega todo lo antes mencionado para recordarme que en este lugar no hay razones para mirar hacia atrás.
Hoy todo esto tendrá un fin, tendré aquello que llaman libertad. La razón y mi lógica se darán cuenta que después de lo que hoy pase, volveré a tomar el mando y tendrán que someterse a mi felicidad, sin cuestionar mis métodos, aunque no suelan ser los más puritanos.
Apenas ayer me atreví a confesarme esa verdad, aquella que me habría hecho peregrinar en los más turbios destinos y rompí en llanto, un llanto desenfrenado, violento y sordo, hasta que caí rendida. En ese momento por primera vez desde que dejé El Puerto, las voces de mis pensamientos comenzaron a desaparecer. Sus reproches y realidades ya no me asustan, sin embargo, los ecos de sus voces ya roncas, me levantaron de donde estaba y me sugirieron volver aquí, para cerrar el círculo eterno, mi novela sin final: Daniel.
Las seis en punto y comenzaba a hacer frío. Me puse las sandalias y miré a la redonda, cuando menos me di cuenta, se encontraba una niña de unos siete años frente a mí.
—¿Tú eres Isabel? —preguntó mientras se acomodaba el pequeño suéter azul cielo que llevaba puesto.
—Sí.
—Isa, ¡mírate nada más! —se dirigió a mí una mujer cuya voz y semblante me parecieron familiares—. Soy Amanda, sabía que no me reconocerías, ella es mi hija.
El alma me volvió al cuerpo, pero la mirada y la postura que tenía hasta ese momento, seguían siendo frías y duras. No dije una palabra, apenas esbocé una sonrisa. Amanda, hermana menor de Daniel, tendríamos la misma edad entonces.
—Vamos, ven conmigo, Daniel está en casa.
—No te molestes Amanda, agradezco mucho que hayas venido, realmente me da gusto verte de nuevo, pero él y yo quedamos que sería en este lugar.
—Bueno Isa, no le diste oportunidad de explicarte que él hubiese venido encantado, siempre ha sido uno de sus lugares favoritos, pero no está en condiciones de poder salir ahora. Por eso me pidió que viniera por ti, sé cómo te sientes y al venir conmigo nada cambiará, te lo aseguro.
No quise hacer preguntas, quise que la vida tomara las decisiones por mí, además ya no tenía nada más que perder. Di un paso al frente y asentí con la cabeza. Se sintió una ligera brisa y comenzó a llover.
Llegamos a casa de Daniel, tenía miedo y frío.
—Pasa —me indicó Amanda abriendo la puerta y dudé un momento—. Solo estamos nosotros —reiteró como si quisiera opacar mis temores.
Entonces lo vi. Estaba sentado en un uno de los sillones, tenía las manos entrecruzadas, me miró fijamente pero sin expresión alguna. No habría cambiado mucho, si acaso estaría más delgado. Mientras hacía un rápido análisis visual del lugar, la puerta se cerró de golpe, di un salto y me percaté que Amanda y la pequeña ya no estaban.
Contemplé las fotografías que había en las paredes, mientras pensaba en algo que decir. Cuando por fin tuve un bosquejo de cómo empezar, ya era tarde. Él comenzó el diálogo.
—Antes que digas algo, esto es para ti Isa, léelo antes de que comiences a hablar, por favor —estiró su mano sin pararse del sillón, lo cual me pareció irritante.
Era un pequeño sobre. Yo no pude decir palabra, solo negué con la cabeza; él suspiró, abrió el sobre y comenzó a leer:
“Hoy me acordé de ti, recordé cuando comencé a escribir y por qué. Recordé cuando mi voz me abandonó, pero hoy ha vuelto y me hace vivir de nuevo. Hoy también lo recordé a él, al amor que sentimos a edad temprana, ese amor que es realmente puro, que todo lo comprende, que no llora y que vive. El problema de este amor viene con la edad, cuando comienzas a escribirlo, cuando los amigos se van y comienzas a tener éxito en tu profesión, cuando el mismo amor se va lejos y te ves obligado a vivir a la deriva de tu confianza y de los recuerdos, mientras tienes un montón de papeles llenos de nada y una agenda que debes cumplir. Hoy olvidé cómo era amar, pero también he de confesarte que te amé y que te amo todavía Isa, que el hecho de que haya olvidado cómo hacerlo y aunque sé que en tu vida no hay un nosotros, estoy consciente del daño que te causé. Solo quería que supieras que te amo. Daniel”.
—Te envié esto hace meses y lo devolvieron al remitente.
—Vamos afuera, por favor Daniel —perdí el control.
—Isa no puedo caminar.
Bajé la mirada súbitamente y comencé a notar que todo tenía sentido. Pero no tenía ni el tiempo, ni la humanidad de preguntar cómo y por qué.
—Quiero que me escuches y que me veas. No vine para hablar de ti, ni de quien eres, eso me quedó muy claro hace tiempo —estaba molesta, mis manos temblaban, pero mi voz era firme y clara—. Yo fui sincera contigo, he mirado el amor que me ha sido entregado tantas veces y que he tenido el lujo de ignorar; aprendí que cuando uno arriesga tanto, se está jugando la vida y la cordura, y como podrás darte cuenta, ya la he perdido varias veces. He logrado desprenderme del mundo espiritual para vivir de lleno en un mundo real y palpable. Porque así lo requería el prototipo, porque en este lugar, según tu teoría de vida, no se permite soñar y hay que abandonarlo todo para volver a encontrarse. Me fui, tuve miedo, porque como lo son mi costumbre y mi genética, mi vida y recuerdos son más de terceros que míos ¿Sabes? Tengo cierta angustia porque una parte de mi se ha quedado llorando en la capital, y no puedo regresar a consolarle hasta que concluya este proceso. Un proceso mundano, robótico, estático, repetitivo, pero que de alguna manera me trajo hasta aquí…
—Y agradezco que así fuera —interrumpió mirándome con una sonrisa.
—Tengo la posibilidad de amar una vez más —tomé valor y me acerqué un poco, me senté en sobre un costado de la mesita que estaba frente a él sin dejarlo de mirar—. Pero primero tengo que acabar contigo, porque yo no sé amar dos veces. Los años pensé que la vida habría sido benévola porque pensé que no habría de verte nunca más, pero ¡heme aquí, buscando tu mirada para rehacer mi vida! —dije casi gritando—. Yo sufro en mis necesidades mundanas, en la absurda idea de pertenecer a algo o a alguien. Lloro cuando creo que estoy conmigo misma y tristemente me doy cuenta que estoy sola, ¡Qué inhumana se porta mi tristeza!, me hunde hasta el fondo y ahoga mis gritos, ¡mírame Daniel! Soy una mujer que se retuerce en sus maquinaciones y teme de su propia mano. Estoy seca, por eso estoy aquí, porque ya no quiero seguir así y la única opción, la realidad inminente era que debía regresar —quedé un momento en silencio y comencé a llorar, él intentó hablar, pero interrumpí bruscamente—. No tienes que decir nada. Suficiente conmiseración y lástima he cargado sobre mis espaldas estos años. ¿Por qué Daniel? ¿Por qué fuiste tan malo?
—¿Qué pasó contigo Isa? —me preguntó con el mismo dolor que reflejaban mis ojos.
Hubo un momento de silencio. Nos miramos fijamente, me pregunté cuántos años tendría sin llorar, miré hacia la ventana y noté que era de noche.
¿Habría terminado? No. Seguramente él querría desahogarse, hablar, gritar y yo no estaba dispuesta a escucharlo.
—Este cuerpo ya está cansado, no sonríe y no lo motiva ningún tipo de milagro, ya no escribe, ya no idea, ya no defiende nada. Tiene miedo de sus excesos, de tanto jugar a la ruleta rusa y encarar al creador cada fin de semana. Y es verdad que alguna vez te dije que los sueños tienen un precio —miró sus piernas y continuó—. Cuando comenzamos a soñar sabemos el precio que vamos a pagar. Este cuerpo sabe, sin embargo, que solo hay un factor que puede salvarle, pero no quiere aceptarlo, porque fue este mismo elemento el que lo arrastró a lo más profundo del infierno, fue quien lo transformó en máquina: el amor.
—¿Tú qué sabes de amor? —pregunté molesta y poniéndome de pie.
—El amor que lo salva y lo cura todo, el amor que arriesga pero no mata a nadie. El amor que olvidé. Y es verdad, puede que no sepa nada sobre él, sólo que es el antídoto que me hace falta. Ese amor que solo tú puedes darme…
Después de tantos años, mis suposiciones eran falsas. Él no era feliz, y eso me causó cierta decepción.
—Te fuiste lejos Daniel, para hacer grandes cosas, para ser el escritor del que todos hablaran. Y lo eres. Eres quien escribe bonitas novelas, el que sonríe en televisión, eres el hombre que comprende a las mujeres, el que sabe de vinos y habla francés, eres aquel cuyos libros se venden como si fuesen buena comida, porque alimentas el alma de tus lectores —empecé a caminar de un lado a otro mientras hablaba como si él no estuviese ahí ya—. Lo lograste, y ahora quieres que crea que no eres feliz. Sé que en tus libros hablas de la vida y del amor como si en verdad lo sintiera. Tus lectores desconocen que tuviste que romperle el corazón a una de tantas para que tuvieras el valor de escribir. Esa es la verdad. Todos tenemos una musa que corona nuestro oscuro pasado y esa musa nos ayuda a hacer grandes cosas, te cobijaste con mi dolor para escribir y yo te busqué en tantos para poder sobrevivir. Así que no me hables de amores Daniel, que tú no sabes nada sobre la vida ni del amor.
—Necesito escribir historias de amor, historias patéticas e imposibles, para hacerme a la idea de que pueden ocurrirme algún día. Historias que me acerquen a lo que era cuando estaba contigo. Mírame Isa, soy el punto intermedio entre un loco y un cadáver. He aprendido que de todas las cosas que uno debe enfrentar en la vida para poder ser alguien, lo más difícil es lo bello.
Miré el reloj, pasaban de las diez. Necesitaba estar sola. Me puse de pie.
—Estoy cansada. Mañana vendré y terminaré esto de una manera que me haga sentir mejor. Estoy molesta, te odio profundamente y no quisiera hacerlo, no merezco seguir sintiendo esto por ti...
—Isa perdóname. Perdóname por favor —me interrumpió bruscamente—. No puedo seguir con mi vida, no puedo seguir escribiendo sino tengo tu perdón. Estás en todos lados, en todos mis personajes de alguna manera sales a relucir, no puedo seguir viviendo contigo sobre los hombros… me pesas.
—Qué bueno es saber que compartimos esa carga —le miré desafiante con tanta ira como me fue posible—. Hasta mañana.
Tomé un taxi. Me hospedé en un hotel. Recibí un par de llamadas, esperé que alguna hubiese sido de René, pero no. Me recosté y lloré, lloré hasta que sentí que iba a quedarme sin aire. Unas horas fueron suficientes para darle sentido a tantos años de vivir perdida; sentí frustración, todas las respuestas a mis preguntas resueltas de una manera en la que no dejaba de ser igualmente dolorosa que no saber nada.