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Desde niña soñé con ser famosa, no sabía precisamente cómo llegaría a serlo, pero estaba tan convencida de ello que me la pasaba firmando autógrafos a mis compañeras de clase diciéndoles que los guardaran porque un día valdrían muchísimo. Cuando se presentó la oportunidad de ingresar a estudiar la secundaria al CEDART del Instituto Nacional de Bellas Artes, pensé “este es el inicio de mi camino a la fama”. Quería ser cantante, aprender a tocar el piano y la guitarra: en pocas palabras enfocarme a la música. Y de verdad puse corazón y alma en ello.
Para ingresar debíamos tomar en el verano un propedéutico que duró un par de semanas y luego un examen general de conocimientos. El propedéutico consistía en demostrar tus capacidades artísticas en cuatro áreas: danza, música, teatro y artes plásticas. En general me fue bien en todas, si acaso podía reconocer que danza no era mi fuerte porque me sentía un poco ridícula dando saltitos aquí y allá, pero definitivamente en teatro, artes plásticas y música, rockeaba; y justo fue en esta última en la que más me había esmerado por aquello de ser cantante.
Pero la vida da vueltas y sorpresas no siempre agradables. Un viernes por la noche de ese verano, parecía un día como cualquier otro. Cenamos en familia y me había ido a dormir temprano porque al día siguiente teníamos un bautizo. Todo parecía bastante normal, no estaba preocupada, enojada ni enferma de nada que pudiera anticipar lo que sucedería unas horas después.
No recuerdo la hora exacta, solo sé que era de madrugada y aún estaba oscuro. Me despertó la sensación de que mis oídos estaban tapados e inmediatamente con mis dedos y haciendo muecas intenté destaparlos, solo logré destaparme el del lado derecho completamente. En el lado izquierdo la sensación de que algo bloqueaba mi canal auditivo no se iba. Así que asustada me levanté de la cama y fui a decirles a mis papás que no escuchaba bien. Como respuesta obtuve un “ahorita se te destapaban, vete a dormir”. Parecería muy cruel de su parte, pero yo tenía un historial de ser un poco hipocondríaca, entonces era razonable que no me creyeran.
Regresé a la cama y continué con las maniobras en mi oído izquierdo sin éxito. Entonces sucedió algo más raro: empecé a escuchar como si a justo a un lado de mi cabeza pasaran los camiones, carros o cualquier cosa en movimiento. Era como si estuviera acostada en la acera de la calle y la llanta rosara mi oreja. Esa fue la última vez que escuche algo tan fuerte y tan claro. Nuevamente fui corriendo con mis papás y nuevamente me mandaron a la cama.
Supongo que en algún momento dejé de preocuparme y creí en que tal vez era mi cabeza jugándome una mala pasada y me quedé dormida. Pero para sorpresa mía, cuando desperté el sábado por la mañana, al abrir mis ojos y solo moverlos, sentí como si estuviera en el centro de un torbellino: todo giraba alrededor de mí o quizá yo giraba en la cama muy rápido mientras todo continuaba estático. Volví a cerrar los ojos y todo paró. No recuerdo si ya escuchaba ese zumbidito constante (llamado tinnitus) en mi oído izquierdo, pero sí recuerdo que ya no escuchaba nada.
Intenté pararme, pero todo me volvió a dar vueltas horriblemente, al grado de que terminé vomitando. Lloré y grité por auxilio, estaba muy asustada. Mis papás vinieron a mi cuarto y de nueva cuenta les dije qué me sucedía. Dijeron que seguro estaba enferma del estómago y me dejaron en casa con un plato de manzana y un té de manzanilla, y se fueron al festejo sin mí.
Horas más tarde regresó mi papá junto con un tío que era doctor. Me revisó y le dijo a mis papás que tenía algo que se llama vértigo de Ménière, pero que mi oído se veía bien y que para descartar cualquier cosa me llevaran al otorrinolaringólogo. A los 15 minutos se volvieron a marchar, ahora me dejaron un refresco con popote.
Pasaron los días, el mareo fue disminuyendo, el zumbido aumentaba, pero mi audición no mejoró. No fue sino hasta 15 días después que mis papás consideraron que lo que me ocurría era algo real, pero para cuando me llevaron con la otorrinolaringóloga ya era muy tarde. Aún recuerdo la mirada de reprobación que les lanzó la doctora, y la cara de mi mamá de angustia. Lo que más recuerdo es que tenía el corazón roto y no pude contener las lágrimas, quizá ya no podría ser cantante.
Haciendo acopio de fuerzas, me recompuse y le dije a la doctora que quería ser cantante y le pregunté que si esto me iba a impedir lograrlo, me respondió que no, que solo tenía que esforzarme más y lo único que tal vez me iba a afectar un tiempo sería la falta de equilibrio. Dos semanas más tarde entré a la secundaria, trabajé muy duro en música y logré ser una de las mejores, sino es que la mejor del coro antes de años más tarde abandonar el CEDART para empezar la preparatoria en otro lugar.
Pero la historia de mi oído no terminó ahí. Queríamos saber por qué había sucedido, entonces vinieron una serie de estudios médicos muy caros, y reconozco en ello el amor de mis padres que no escatimaron en ninguno de ellos. Las conclusiones fueron relativamente buenas: no tenía un tumor cerebral ni otra condición grave, pero sí un daño neuronal que impide la trasmisión eléctrica entre mi cerebro y mi oído y no tiene solución, por lo menos no a la fecha.
No puedo decir que mi vida cambió completamente, pero sí que cambió. Si antes me sentaba hasta atrás en clases ahora lo hacía hasta delante y en frente del maestro para poder escucharlo todo. No tengo un excelente equilibrio así que malabarista jamás seré. Muchas personas me creen payasa porque me hablan y no les escucho. Hablar por teléfono es incómodo, después de cierto tiempo el cuello me empieza a doler y ni forma de ponerme a hacer otra cosa mientras hablo salvo que use el manos libres, así que mis llamadas suelen ser cortas y concisas. Una conversación en el auto como copiloto es mortificante, sobre todo si no conozco a la persona, entiendo menos de la mitad de lo que me dicen y peor si me ponen música. Siempre que alguien se siente a mi lado izquierdo es para mí preocupante por la posibilidad de que inicien una conversación y yo no oiga nada, por eso prefiero poner cara de pocos amigos y efectivamente no tengo tantos. Mucha gente es comprensiva y me repiten las cosas, otras son majaderas y me han llegado a decir cosas hirientes como pinche sorda o el clásico que odio: “ya olvídalo”.
También hay quienes no entienden por qué hablo tan fuerte, y sí una parte es herencia familiar, pero otra es porque para mí el timbre de mi voz es el nivel normal de volumen. Mi oído derecho también disminuyó su capacidad auditiva para compensar la pérdida del izquierdo y no andar caminando como borrachita. Porque si algo aprendí es que es el oído y no la vista lo que te da equilibrio y sentido de orientación; quizá por eso una palabra pronunciada en la boca de la persona incorrecta pueden provocar que te pierdas indefinidamente.
Hoy puedo decir que además del oído perdí algunas cosas: no fui cantante, tampoco famosa y quizá soy menos segura que antes. Pero gané otras: tengo un excelente oído para la música y gozo mucho de ella, tengo un olfato excelente, cuando alguien me habla pongo toda mi atención en ello y le escucho de verdad, leo mucho más que antes, reconocí la verdadera amistad y la empatía en mí y en otros, y el alivio que me brindan las palabas escritas para expresar aquellas que en la memoria de mi oído izquierdo aún conservo o incluso aun imagino.