Siempre quise ser un fotógrafo famoso. Desde muy niño el arte siempre me llamó la atención, pero mis padres constantemente me advierten de que del arte no se vive por cuestiones de dinero y que si no generas dinero con tu arte, el único camino es el fracaso. A los 15 años mi padre me compró una cámara, dado a que yo se lo insistí y a duras penas él cumplió mi capricho. El lente era brillante, aunque el artefacto parecía algo viejo, pero ya tenía los medios para cumplir mi sueño. Pasando de la juventud a la adultez dejé mis estudios y me dediqué a viajar por el mundo para tomar fotografías, y a decir verdad no tenía mucho dinero para el peaje, pero me seguía aferrando a la idea de subsistir con imágenes. Mi primer destino fue Panamá, una ciudad llena de color, olores deliciosos y comida abundante por doquier. Al pasar por la calle me percaté de una mujer que portaba un tocado de flores muy delicado en su cabeza, tenía los labios pintados de un rojo intenso como rubí, unas pestañas con acabado almendrado de lo más imponentes y vestía un vestido blanco con olanes y unos zapatos de tacón color crema. La expresión en su rostro era notoriamente triste, como si le hubieran roto el corazón desde hace tiempo. Traté de acercarme a ella para captar su belleza con mi cámara, pero ella me lo impidió.
—Vaya malcriado, tú si que no sabes nada sobre respetar la privacidad de una mujer —me dijo con un tono algo altanero.
Me disculpé con ella y se presentó como Florinda, proveniente de una familia bastante adinerada, por lo que su nombre estaba en boca de todos en la ciudad.
—Lamento mucho si la incomodé, no pienso hacerlo de nuevo —dije con timidez por lo bajo.
—Si alguna vez buscas consejo, ya sabes dónde buscarme —me susurró doña Florinda al oído.
Continué recorriendo la ciudad tomando una fotografía a la vez y las mandaba a varias imprentas y periódicos sin éxito. Me encontraba tan desesperado la mayoría del tiempo que en mis ratos libres por mera coincidencia me encontraba con doña Florinda en el café donde nos conocimos la primera vez y hablábamos durante horas sobre lo que pasaba en nuestras vidas. Pasaron los meses y ella me dijo: —Si quieres hablar seriamente conmigo, te invito a pasar a mi casa.
Acepté la oferta y uno de esos días justamente fui a su casa, al entrar por la puerta vi desde la sala principal hasta la cocina anaqueles llenos de platos de cerámica pintados a mano, por lo que asumí que ella era una coleccionista bastante obsesiva en lo que a platos se refiere. Nos sentamos en una mesa de madera al centro de la cocina, cerca de la estufa, y le platiqué sobre los problemas con mis padres y mi probable camino al fracaso como fotógrafo y ella mantuvo la mente abierta con cada palabra que le decía hasta que me respondió:
—Si de verdad quieres ser famoso, empieza desde cero, conoce más de fondo a la gente y sus historias, asume los retos de las ligas mayores, júntate con gente influyente y así alcanzarás el éxito, lo suficiente como para ganarte la vida y callarle a tu padre la boca.
Pensando en sus palabras, me di cuenta de que a pesar de que doña Florinda era alguien influyente, me faltaba conocer a más gente y decidí no irme del país hasta hacerla sentir orgullosa cumpliendo con su palabra.
La tarde siguiente, alrededor de las cinco y media, me pasée por las calles hasta que vi por mera curiosidad a un niño pequeño de pelo rubio algo alborotado haciendo dominadas con un balón de futbol, cerca de un conjunto de casas muy pobre. En cuanto el balón cayó a mis pies, el niño me dirigió una tierna mirada desconcertadamente como si me quisiera decir algo sin encontrar las palabras, y se mostraba lleno de miedo por cruzarse con un perfecto desconocido.
—Discúlpeme señor, pero ¿podría devolverme el balón? —se oyó una voz.
Estaba tan perdido en la mirada del muchacho que no oí que me preguntaran algo.
—Señor, ¿le sucede algo? —preguntó el niño.
—No, no me pasa nada. Estoy perfectamente bien —respondí con una risa nerviosa mientras me temblaban las manos. Me agaché, tomé el balón y se lo di al niño, él me agradeció con una sonrisa y se fue corriendo. Fue en ese momento cuando yo le grité: —¡Oye niño! ¡Ni siquiera me dijiste tu nombre!
—Peter. Me llamo Peter —me respondió.
“Se ve que es un buen chico”, pensé y seguí mi camino. Después de ese día, todas las tardes iba al conjunto de casas donde vivía Peter y con eso tuve la oportunidad de conocer a otros niños del barrio para conocerlos mejor como doña Florinda me había dicho. A menudo les tomaba fotografías a la distancia sin que se dieran cuenta y con el tiempo fui visitando otros barrios cercanos donde conocí un montón de gente interesante y mi cámara estaba a rebosar de las miles de fotos que había tomado y el rollo estaba lleno. Fue entonces que hice un segundo intento de mandar las fotografías a los periódicos e imprentas que estaban a mi alcance, y esta vez sí dio resultado.
Una mañana que visitaba a doña Florinda, como de costumbre ella estaba leyendo el periódico. Al darle los buenos días ella se volteó y con una sonrisa llena de asombro en su rostro me abrazó tan fuerte que no podía siquiera respirar. Fue en ese instante cuando me dijo que mi trabajo había dado frutos y estaba en la primera plana.
—¡Qué gran noticia! —le dije sin poder creérmelo. Sonó mi teléfono. Era el editor del periódico y me dijo que quería concederme una entrevista y que lo vería en el departamento de redacción al día siguiente. Para mi sorpresa la reunión salió muy bien, pero debía comunicarle a mi mentora y amiga una mala noticia.
Unos días después de la entrevista me reuní con ella en su casa y ella me dijo:
—¿A qué viene tanta prisa?
—Asistió a la entrevista el dueño de una revista famosa y quiere que trabaje para él como su fotógrafo —le respondí cabizbajo y con un tono de voz algo deprimido.
—Entonces, ¿porqué te ves tan triste? —preguntó doña Florinda.
—El trabajo que me ofrecen me impone ciertas condiciones como irme a vivir a Estados Unidos y tomar solamente fotos para los modelos de las revistas. No podré tomar fotos libremente como yo quería, y además eso significa… —dije con incontenibles lágrimas en los ojos cuando apenas se me cerró la garganta.
—¿Qué significa? —preguntó la mujer llena de intriga.
—Que no podré volver a verla nunca —dije entre sollozos.
Al escuchar mis palabras, doña Florinda también empezó a llorar. Recuerdo que bajó la cabeza y puso la palma de sus manos sobre sus ojos para que así no pudiera ver su rostro. Ambos estuvimos inconsolables durante un largo rato, ni siquiera podíamos intercambiar entre nosotros palabras de consuelo que cesaran el llanto. Pasaron alrededor de 20 minutos cuando ambos dejamos atrás el sufrimiento.
Se hacía ya muy noche y doña Florinda me ofreció algo de café con un pan dulce. Ese preciso instante me hizo retroceder en el tiempo hasta aquellos años de mi niñez en los que cada noche me sentaba junto con mi mamá y mis hermanos a la mesa para cenar un pan casero y algo de leche. Unas horas más tarde le pedí que pusiera su mejor sonrisa para poder tomar una foto de ella por última vez y así poder recordarla el resto de mis días. Después de tomar aquella foto me fui del lugar caminando lentamente arrastrando las piernas como si un pie le pidiera permiso al otro para avanzar.
Podría decir que la vida citadina es tan placentera como parece, pero la verdad no lo es. Tomaba fotos de modelos sin salir del estudio y aunque cada día me cruzaba con una persona diferente, todos los días eran iguales: acomodar la cámara, el ángulo de la luz, indicar cómo tenían que posar los modelos, todo era muy aburrido. Me sentí como una persona sin alma que solo servía para complacer a la gente, obligado a tomar fotografías que no quería tomar.
Pasaron los años y conocí a una chica que me devolvió la razón. Tania sin duda era hermosa, de ojos azules, complexión delgada pero perfecta y bellos rizos dorados. Hubo una ocasión en la que Tania y yo estábamos por iniciar una sesión de fotos y yo estaba muy distraído “reparando” la cámara cuando ella se dio cuenta de lo que hacía y me preguntó:
—¿Todo bien allá atrás?
Fingí poner atención y respondí con una sonrisa falsa y el pulgar arriba.
Entonces Tania se dirigió hacia mí y tan sólo su mirada me hizo hablar. Le conté todo por lo que había pasado antes de obtener el empleo, y luego de esa conversación renuncié a ese trabajo tan tortuoso y tomé el primer vuelo sin escalas a Panamá. Durante el vuelo tenía un buen rato para reflexionar y me di cuenta de que conocí a muchas personas a través de mi cámara por más de 20 años de carrera, como si hubiese sido un sueño cumplido y mi vida entera hubiese pasado frente a mis ojos.
Al llegar al café donde conocí a doña Florinda por primera vez la gente no parecía tan feliz y mi presciencia no era la gran cosa. Me acerqué al mostrador del lugar donde estaba la vitrina llena de dulces para preguntarle al barista lo que pasaba, fue en ese momento cuando escuché las palabras aún más dolorosas en toda mi vida: “doña Florinda ha muerto”.
No podía creer lo que me decían y con cada persona que me acercaba era lo mismo. Finalmente decidí ir al panteón para comprobar que todo era cierto. Cuando llegué ahí pregunté por doña Florinda y el encargado lugar me guió hasta la lápida que tenía grabada su nombre. Entonces me arrodillé frente aquella piedra grabada y me puse a llorar hasta que se me cansaran los ojos, rogándole a Dios que ella volviera a estar conmigo. Antes de marcharme, dejé frente a la lápida la última fotografía que le había tomado hace mucho tiempo atrás.
Después de todas esas experiencias me dediqué a viajar por el mundo para seguir con mi carrera de fotógrafo, asimismo para honrar la memoria de mi amiga y sus enseñanzas y ser fiel a mis convicciones. Tal vez no me volví famoso como lo esperaba, pero tenía algo porqué vivir…