Se veía a lo lejos una estructura como fortaleza sobre la carretera que se dirigía hacia la ciudad. Era un lugar en donde se entrenaban a los militares. Había individuos vestidos de policía, con sus pistolas, y cada uno estaba a una distancia considerable uno de otro.
Había un policía a quien le gustaba mucho la fauna. Cuando veía a un pájaro, a un loro salvaje o cualquier paloma, se embelesaba viéndolos volar hasta que desaparecían de su vista.
Esta vez le llamó la atención algo que se movía en el camino, a un lado a donde pasaban los automóviles, y cuál fue su sorpresa de encontrarse con una criatura que, por el polvo de la carretera, no la podía distinguir fácilmente . Hasta que se le acercó poco a poco y se dio cuenta de que era un pequeño búho.
Este hombre sonrió al verlo y, al mismo tiempo, estaba sorprendido de que había encontrado a un búho y no a alguna otra clase de pájaro al que él estaba acostumbrado a ver volar.
Esta pequeña criatura no se asustó al ver al hombre. Al contrario, dio unos pequeños brinquitos hacia él sin miedo.
—¿De dónde vienes? —preguntó el hombre.
—Estoy perdido. Me caí del nido de mis papás, cuando ellos fueron a buscar comida.
—¡Oh! ¡Pobrecito! Mira no te preocupes, veré qué puedo hacer.
El hombre le ofreció un poco de agua de su cantimplora y unas galletas saladas que sacó del bolsillo.
—No es mucho, pero por el momento te calmará el hambre. El búho le agradeció al hombre su gentileza aleteando sus alas y dando brincos de felicidad.
—¡Muchas, muchas gracias! —decía el búho. El hombre solamente sonrío y se sintió satisfecho consigo mismo porque pudo ayudar a este pequeño búho.
El búho le dijo al hombre que sentía mucho dejarlo, pero que tendría que regresar al bosque en busca de sus padres; aunque si no lograba encontrarlos, el bosque era su casa y el medio ambiente le ayudaría a crecer sanamente.
—Gracias, amigo, buena suerte y cuídate mucho y tal vez alguna vez volvamos a encontrarnos —dijo el hombre despidiéndose de su nuevo amigo. El búho emprendió el vuelo y se perdió en el verdoso bosque.
Uno de los compañeros del hombre lo vio despidiéndose.
—¿De quién te despides?
—De una increíble criatura que acabo de conocer.
Pero ahí no termina la historia. Al llegar a su casa, en el pórtico, sobre el macetón de flores rojas colocado en la esquina, se encontraba un chupamirto. Estaba lastimado de una alita. Lo tomó delicadamente entre sus manos y lo llevó a la cocina para darle agua con azúcar por medio de un gotero. El hombre tenía una vieja jaula que había comprado en una casa de segunda. Pensaba arreglarla y pintarla para ponerla en el patio trasero de su vivienda. Por el momento fue una jaula provisional para el chupamirto mientras lograba recuperarse. En el fin de semana lo llevó a la tienda de aves, para que lo ayudaran a curar al pajarito. Después de que sanó el chupamirto, el hombre ya había puesto un bebedero para pájaros con agua de color rojo y con azúcar para que los chupamirtos tomaran agua de ahí. Entonces cuando llegaron los chupamirtos a beber el agua, el hombre colocó a su amiguito para que lo vieran y se fueran todos juntos.
En el pórtico de la casa del hombre había una lámpara de metal colgante y en el verano siguiente notó que un chupamirto estaba haciendo su nido ahí. Éste tiene la forma de un panal de abejas, pero es sumamente pequeño, tal vez de cuatro por dos centímetros. Había puesto dos huevecitos, nacieron y él los alimentó. Cuando ya estaban listos para volar, partieron. Pero cada año en el verano regresaba un chupamirto nuevamente. Y cuando se caía el nido volvía a hacer otro. No sabemos si es el pajarito lastimado o su descendencia.
En la parte de atrás de su casa tenía dos árboles, uno de flores rojas que le llaman cepillo y otro que da mucha sombra. También tenía otros visitantes, unos pájaros azules con cola larga. El macho tiene un color más llamativo que la hembra. El hombre los alimentaba con cacahuates sin pelar. Afuera había una tarima donde colocaba una botella de plástico con cacahuates. En una ocasión escuchó un ruido y no sabía de dónde venía, se asomó por la ventana y vio cómo uno de los pájaros azules estaba picando la botella de plástico en donde se encontraban los cacahuates. Pero obviamente no le podía hacer nada a la botella porque el plástico era bastante duro. El hombre salió y les dio unos cuantos. Le tenían tanta confianza que comían de su mano. A veces les hacía un camino de cacahuates y abría la puerta de la cocina y las aves entraban sin miedo.
A la mamá de los pájaros azules le faltaba una garra, sólo tenía la parte de arriba. La llamó “Legui”. Ella cada año llegaba con su nueva parvada. Una vez que el hombre estaba de vacaciones estuvo observando cómo “Legui” les enseñaba a recoger los cacahuates rápidamente. Los cacahuates estaban en el piso de cemento. Al principio el hombre pensaba que estaba cogiendo ventaja, pero después se dio cuenta de lo contrario les estaba enseñando cómo coger cualquier alimento rápido y ganarle al contrincante cuando lo tuvieran. El hombre pensaba que los animales de la misma especie cuando hay comida suficiente lo reparten entre todos. Ahora cuando no tenían hambre los recogían y los enterraban en los macetones o en la tierra donde estaban las hortalizas.
Un día el hombre tuvo que ir a visitar a su familia y a su regreso encontró unas plumas azules en el patio de atrás. Un gato del vecindario había acabado con uno de los pájaros. Así que ya no volvió a ver a “Legui” y la extrañó por un buen tiempo, al final la naturaleza sigue su curso. Para su consuelo, los otros pájaros azules regresaban religiosamente por sus cacahuates cada año, acompañados de diversas aves.