Me llamo Paco, soy mexicano y les cuento lo que perdí por ir tras el sueño americano. Nací en la ranchería El Vegil en Querétaro, mi familia está compuesta por ocho hermanos y mis padres. Siempre tuvimos muchas carencias económicas. Crecí observando y conociendo que los hijos de mis vecinos partían a Estados Unidos, a buscar una nueva vida y ganar más dinero. Cuando volvían inmediatamente se compraban camionetas, bienes y ayudaban a sus familias económicamente.

A los 20 años me nació la idea de intentar cruzar al otro lado. No sabía inglés, sólo terminé la secundaria y no tenía ningún oficio, pero había trabajado haciendo labores de mantenimiento en casas. Así comencé a juntar dinero y armarme de valor para dejar atrás mi tierra y mi familia.

Tenía primos que trabajaban allá, me animaban a partir y me contaban las grandes posibilidades que existían de ganar dinero. Me contacté con un pollero y le pagué para que me llevara a Estados Unidos, e iniciar esta travesía que duraría una semana, donde pasé hambre, maltratos y frío. Junto a mí iban otras personas de otras nacionalidades, que compartían el mismo sueño. Cuando llegamos a suelo americano, todos creímos que todo había valido la pena. Miré deslumbrado las casas bonitas, sus jardines bien cuidados, no se veía pobreza. De repente, sentimos bocinas y luces de patrullas que nos cercaron, fuimos detenidos, golpeados y llevados a la cárcel.

Nos deportaron a todos. Me sentí derrotado, frustrado y humillado. Nos trataron de la peor forma, con desprecio y discriminación. Con este aprendizaje me di cuenta del valor de la familia, el amor no tiene precio.

El dinero ayuda, pero no lo es todo en la vida. Cuando regresé, mis padres y hermanos, felices de verme sano y salvo, me hicieron una fiesta de bienvenida, lloraba de alegría de estar de nuevo con ellos. Comparé mi patria amada, de gente noble, sencilla, cariñosa; con la frialdad de los americanos.

Como soy porfiado, albergaba la idea de volver a intentarlo. Comencé a trabajar para ahorrar dinero e intentarlo de nuevo. Contraté a otro coyote, la pasé mal, me recriminaba haber partido.

Finalmente, llegamos a Reynosa y de ahí debíamos cruzar en balsa el río Bravo, muchos de nuestro grupo no sabían nadar. La balsa, repleta de indocumentados, se volcó por el sobrepeso, la mayoría se ahogó. Me pregunté: “¿valía la pena perder la vida por un sueño y por dinero?” Comprendí que la vida no tiene precio, es algo sagrado.

Finalmente, llegué y me encontré con mis primos, ellos me tenían un lugar para dormir y un trabajo. Estuve un año trabajando, enviándole dinero a mis padres y tratando de ahorrar. Ganaba bien, pero tenía mi corazón vacío, necesitaba del amor de mi familia para continuar. Decidí regresar a mi patria, sentir tu tierra, tus costumbres, comidas, el amor familiar no tiene precio.

Cuando llegué, tenía claro que iba a comprar un terreno, porque deseaba formar una familia. Les comuniqué a mis padres que me quería casar, ellos no estuvieron de acuerdo, pero me apoyaron: “¿Quién es la candidata?”, les respondí “la vecina”. Desde niño estuve enamorado de ella. La cortejé y la pedí en matrimonio. Ella aceptó feliz y nos casamos. Recién casados vivimos con mis padres. Comencé a construir nuestra casa, soñaba con tener una casa bonita y cómoda, lo que nunca tuve con mis papás. Pasó el tiempo y la obra gruesa de la casa estaba terminada. Me faltaba dinero para terminarla y le dije a mi esposa Mica: “me iré a Estados Unidos a trabajar”. Y así nuevamente partí. Esta vez iba a un lugar determinado, donde un trabajo me esperaba. Mientras estaba en Estados Unidos, mi esposa me informó que esperaba un bebé, me puse muy feliz.

Cuando volví ya había nacido mi hija, lloré de emoción. Con el dinero ahorrado, terminé nuestra casa. Mica me pidió que no viajara más, porque se había sentido muy sola. Le prometí que no lo haría y buscaría un buen trabajo. Así pasó el tiempo y me sentía feliz de lo que había construido, mi casa y mi propia familia. Pasaron dos años y Mica me anunció que esperaba otro bebé. Con esta noticia, ni siquiera pensé en viajar, porque ellas me necesitaban.

Pasó el tiempo y mis hijas crecieron, mi hija mayor quedó embarazada estando soltera. Cada día, me convencía más que la mejor decisión fue seguir viviendo en México, aunque no ganara tanto, pero era feliz junto a mi familia. Un día me llamó uno de mis primos que vivía en Estados Unidos, y me ofreció un buen trabajo. Tenía tomada mi decisión viajaría una vez más, Mica me abrazó y me suplicó que no me fuera.

Me miraba al espejo y veía como los años se me habían venido encima, tenía una mirada triste lejana y muchas veces me pregunté si ganar dinero para darle mejor vida a mi familia valía la pena esta soledad. Pasó un año y recibí un llamado urgente de Mica, quien me dijo que mi hija mayor estaba enferma.

Volví lo más rápido que pude y me encontré con la triste noticia de que mi hija había fallecido de Covid-19. Me sentí responsable por haber perdido momentos preciosos en familia y anteponer el dinero sobre mis seres queridos.

Cuando me reencontré con mi esposa nos abrazamos y lloramos amargamente la partida de nuestra hija. Me sentí muy apenado y culpable por no haber estado junto a Mica haciendo todos los trámites. Nunca me perdonaré haberlas dejado solas. Ver a mis pequeñas nietas me hizo pensar sobre su futuro y que debía hacerme responsable.

Fuimos ante un juez y nos dio la tutela completa de ambas. Sentí que ahora tenía un mayor compromiso y responsabilidad. Por ello, le prometí a mi esposa que jamás viajaría a Estados Unidos, pues ya había cumplido mi sueño americano y el costo había sido doloroso, no haber estado con mi hija y esposa en momentos que más me necesitaron.

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