Me llamo Paloma, de nacionalidad chilena y la menor de cuatro hermanos. Siempre fui una niña tímida, reservada y estudiosa. Físicamente siempre fui muy delgada y mi piel morena me distinguía de mis hermanos. Nunca fui muy sociable, tampoco me consideraba graciosa o divertida. Mi madre me enseñó a disfrutar de un buen libro y leía bastante. Se me dio tener facilidad con los idiomas.
Muchas veces me sentí triste porque de mis hermanas, yo era el patito feo. Nunca fui una niña alegre como mi hermana mayor que lo tenía todo era bonita, divertida, alegre, sociable y tenía suerte con los muchachos, mientras yo me sentía desgraciada y triste, pues nadie se interesaba en mí. Alguna vez le pregunté a mi mamá por qué yo no tenía amigos o por qué nadie me pretendía, ella solo me abrazaba y me explicaba que todos tenemos cualidades y talentos distintos. A la larga terminé aceptándome callada y lejana.
Cuando cumplí 18 años tuve mi primer novio y esa relación duró cuatro años, siempre pensé que me iba a casar con él. Hasta que un día supe que andaba con otra muchacha y la había dejado embarazada, mi mundo se derrumbó, lloré desconsoladamente días, meses, no podía superar la traición, dejé de creer en el amor y pensé que mis heridas jamás lograrían cicatrizar, hasta que conocí a Willy, mi vida cambió de color. Me cautivó su alegría, simpatía, sus ojos azules y su hermoso pelo negro ondulado, era un hombre chispeante que agradaba a todo mundo.
Me sentía enamorada, así pasaron dos años de estar juntos. Un día me pidió que fuéramos de vacaciones a Río de Janeiro, Brasil, yo feliz lo seguí, mi madre no estuvo muy de acuerdo, pero como me veía feliz aceptó junto con mi padre que partiera.
Río parecía un paraíso de arenas blancas y aguas tibias de color turquesa, todo era maravilloso. Vivíamos nuestro amor intensamente. Una noche me sorprendió y me pidió matrimonio, era todo tan idílico que acepté. Una parte de mi estaba feliz y la otra triste, pues mi familia no estaría presente.
Nos casamos ambos vestidos de blanco e hicimos ofrendas de flores al mar para que nuestro amor fuera eterno. Decidimos quedarnos en Brasil y nos dedicamos a elaborar artesanías para vivir. Nos iba muy bien económicamente, vivíamos en un departamento en Copacabana, un lugar residencial, éramos felices hasta que un mal día, una banda de ladrones nos maniataron y robaron todo lo que teníamos, por suerte no nos hicieron daño. Tras esta terrible experiencia decidimos regresar a Chile.
Mi madre nos facilitó un pequeño departamento para vivir, mientras nos recuperábamos del shock. Pasó un año y mi esposo me propuso partir a Estados Unidos. Nos fuimos a Nueva York, a un mundo muy distinto de Brasil, donde la gente es alegre y acogedora, donde les gusta hacer deporte en la playa y bailar mucho, nosotros vivíamos muy contentos y nos hicimos de muchos amigos, todo era alegría y carnaval, pero en Nueva York emprendimos una nueva vida, la cual desconocía que sería la última.
Trabajábamos muchísimo para ahorrar, pero tanto trabajo deterioró la relación y nos separamos, regresé a mi país. Mi madre recogió mis pedazos pues regresé destruida, comprendí que los príncipes también se destiñen y que el cuento había terminado, nos divorciamos.
En el extranjero aprendí portugués e inglés y desarrollé un talento para diseñar y pintar. Todas las experiencias anteriores me hicieron madurar y crecer, aunque mi personalidad seguía siendo introvertida e insegura, por lo que era de esperarse que me involucrara en una relación con cualquier hombre que me hiciera sentir que mi vida tenía significado. Entonces me involucré con Juan Pedro, un viejo amigo. Compartíamos las ganas de viajar y las inclinaciones artísticas, pero lo que más me atraía de él es que era todo lo que yo no podía ser: sociable y encantador.
Mi necesidad de él era tanta que nos casamos rápidamente. No pudimos tener hijos y llenamos ese vacío con un par de perritos. Aunque habríamos sido amigos antes, desconocía muchas cosas de su temperamento, que poco a poco fui descubriendo con tristeza, se volvió duro y violento, además de que era alcohólico. Entré en depresión, me costaba trabajo levantarme y lloraba gran parte del día por mi nuevo fracaso, sentía culpa.
Me costó trabajo, pero decidí ir al psiquiatra ya que habría pensado en el suicidio un par de veces. En terapia entendí que el problema estaba en mi autoestima, que toda mi felicidad siempre habría dependido de un hombre y que mi valía como mujer era inexistente, puesto que yo no me había dado un valor antes. Fue duro enfrentar esta realidad y utilicé la pintura como un medio para canalizar mi dolor.
Comencé los trámites del divorcio, enfrentarme con él fue difícil pues sus respuestas fueron violentas, pero mi familia estuvo ahí para mí, hasta ese entonces entendí que yo no era un patito feo y que no estaba sola. Terminó ese mal capítulo de mi vida.
Decidí prepararme profesionalmente para seguir pintando. Hice nuevas amistades que me ayudaron a reconocer mi talento, belleza y valía. No estoy cerrada a enamorarme nuevamente, porque el amor más importante ya lo tengo, el amor propio.