Toda alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece.
El mito de Sísifo, Albert Camus.
Entregarse constante a las aceras bulliciosas no sólo consistía en prolíficos mirones, sino en múltiples pinchazos generados por varas que la gente recogía con intención de evitar el contacto directo.
No los culpaba. Lo insólito fracturaba el beneficio rutinario.
Así, transportar la causa de muerte resultó “común” en las últimas 24 horas. Pasado, presente y futuro convergían en tinta hacia el mismo fin.
La incertidumbre sostuvo ambos dorsos. El primero, rudimentario —pero no menos estético—, mantenía al tacto delgados senderos bifurcándose e impetuoso aroma sintético. El segundo evidenciaba heridas sangrantes, moretones e interminables tiras de carne enfermiza, manifestadas en un grotesco óleo andante.
En la mente del escritor, los acontecimientos ocurridos alimentaban ironías. Cargar una lápida de 2 mil 500 páginas y proporciones anómalas, era similar a la autoflagelación que supone la escritura: “Cada letra grabada se disputa la existencia. Escribir —por lo tanto— constituye la adquisición de consciencia. Sin embargo, la estabilidad entre significación y vacío casi siempre termina inclinándose hacía una tercera opción: lo absurdo”, reflexionó el desdichado en voz alta.
Transitar la metrópoli atestada de esmog desembocó en el caótico limbo del sinsentido. El inminente enfrentamiento del otro reflejado en escaparates agonizantes de chácharas, correspondía al paralelismo en casa de los espejos.
La figura humanoide se multiplicó expectante, palpando escrupulosa cada rasgo exhausto. Segundos después, el desplazamiento concedía la visión desde el panóptico urbano exhibiendo la carga.
Manecillas sigilosas sostuvieron el tiempo. Los impertinentes fueron cancelados uno tras otro dentro del campo de visión, así como la abrumadora selva asfáltica en escala de grises.
Tomó asiento en la banqueta gélida, donde quedó perfectamente emparejado entre los facsímiles que ofrecían lectura eficaz del porvenir, como si de un tarot improvisado se tratara.
Apariencias de sí mismo adquirieron relevancia negativa, ante la imposibilidad del instante. Lo que anteriormente aceptaba, desató tortura en mente y cuerpo.
Recordó aquella roca inmensa que el ciego Sísifo empujaba en todo momento hasta llegar a la cima. Más tarde, la dejaba caer, repitiendo la acción dentro de un bucle interminable. Su vida en el inframundo se reducía a trabajo inútil.
No obstante, la moneda suspendida en el aire otorgaba a Sísifo la espera de un final incierto, o bien, designar valor a la realidad.
Desconocía si el castigo de los dioses lo había alcanzado también a él o era resultado de la casualidad, de la que poco o nada creía.
El mito se vistió con sus ropas, apoderándose de la vivencia que lo acorralaba.
Torció los brazos con esfuerzo, escudriñó hasta llegar a las páginas exactas e indujo —gracias a la textura— el momento culmen. Era la trigésima ocasión que leía meticulosamente los motivos de su deceso.
Aguardar lo impreciso no era alternativa, le corroía la mente; sólo quedaba la elección más engorrosa. Pero ¿cómo otorgar sentido a algo que carece del mismo?
Cerró los ojos. Imaginó soltar el dominio que un día tuvo —sobre la punta del bolígrafo— en cada personaje creado. Nervioso, se dedicó a escribir su autonomía, a la espera de obtener lo requerido.
Ante la negativa que supuso vislumbrarse intacto, probó por todos los medios desprender el libro adherido al tronco.
Comenzó desde lo más simple a lo más lacerante. Buscó dejar las páginas en blanco, al verter líquidos que desvanecieran la tinta oscura.
Utilizó la técnica de los bloqueos mentales trazando su vida en un diario. Sostuvo la regla del desenlace inconcluso, con ilusión de rediseñar un final alternativo, que le permitiera obtener esperanza.
Vanas fueron las decisiones indoloras.
Finalmente, raspó la piel del lomo con lijas y mezcló todo tipo de sustancias corrosivas anhelando emanciparse del objeto.
Noches enteras sucedieron en desánimo. Supo que los días de suerte quedaron extintos, al notar el artefacto estable. El cuerpo lacerado del escritor cayó exangüe, evaporándose toda convicción.
La banqueta se tiñó de sangre. Extremidades inmóviles conservaron aspecto desfavorable, aunque los ojos se mantuvieron abiertos como faros.
Horas más tarde, recuperó lentamente la visión de los actantes omitidos. Veía caras risueñas, pies acercándose y presenciaba el cotilleo inmediato. Quedó estupefacto ante las siluetas varadas. Absolutamente todas guardaban coincidencias abismales. Sísifo habitaba en cada individuo.
Ensimismado, descartó alucinaciones. El golpe no habría sido tan duro, la cabeza se mantuvo intacta y hace más de cuatro años que dejó el alcohol.
Cada ser humano cargaba un libro con su muerte a cuestas, pero no parecían notarlo. Transitaban con la regularidad habitual; algunos encorvados, otros bastante derechitos. Ninguno parecía desmoronarse por el peso invasivo.
Quizá ese era el precio de ser escritor, maestra, doctora, carnicero, taxista, astronauta, contador, ama de casa, estudiante, persona, deliberó. Saberlo todo y nada al mismo tiempo. Tener escrito la causa de extinción, husmear la de todos, pero desconocer el momento.
Sucedería cruzando la calle, en casa, en una piscina, en el día más afortunado o el más triste. Nada era certero.
Fue entonces que comprendió la famosa frase: “Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”.
Para conocer a la autora a través de su trayectoria
Andrea Luna Mendoza (Querétaro, 1993)
Es licenciada en Estudios Literarios por la Universidad Autónoma de Querétaro.
Ha publicado ensayo y cuento en medios digitales e impresos como Revista Monolito, Oajaca, Revista 217, Himen, Teresa Magazine, entre otros.
Recientemente resultó ganadora en el segundo Concurso Estatal de Literatura para Jóvenes del estado
de Querétaro.
Es alumna del taller de “Letras a granel”, que imparte la escritora Ayari Velázquez.