Siempre me está observando, me acecha constantemente, conspira contra mí, lo sé, lo sé. ¡Oh, dios, apiádate de mí…!
Cuando mi novia rompió conmigo para dejarme por otro hombre, quedé devastado, no podía creer como una persona a la que le había entregado por casi cuatro años de mi vida todo mi amor, respeto, tiempo y fidelidad, con la mano en la cintura me decía que simplemente ya no me amaba más, que había encontrado un hombre mejor; eso me destrozó. Lo peor fue enterarme que su nueva pareja era justo aquél que varias noches había ido a cenar a a la casa, mi amigo, más que mi amigo, mi hermano del alma. Héctor y yo nos conocíamos desde niños y juntos fuimos a la escuela, luego a la carrera y terminamos trabajando en la misma empresa de computación. Siempre supe que Héctor obtenía más ventaja de mi amistad que yo de la suya, pero le quería tanto que no me importaba ayudarle en sus tarea, exámenes y cubriendo sus proyectos en el trabajo cuando me lo pedía, generalmente lo hacía para escaparse con alguna mujer que acababa de conocer y con la que juraba sería en serio. Yo sabía que era un mujeriego, pero jamás le creí capaz de eso.
Enterarme de ello, terminó de romper en mí la confianza hacia otros y entonces me aislé del mundo; sólo salía para ir al trabajo, al súper y comprar el periódico los domingos. Mi contacto social se limitaba al intercambio mínimo indispensable para cumplir con mis funciones y obtener los satisfactores necesarios para seguir viviendo. Así estuve por varios meses, hasta que la soledad me empezó a parecer insoportable, pero qué hacia si ya no podía confiar en nadie, no me atrevía a conocer a otra mujer por miedo a ser engañado y a todo aquel que intentaba ser mi amigo, le rehuía.
Después de cavilar varios días, decidí adquirir una mascota, pero como el trabajo, al que me había dedicado al 110 por ciento estos meses, consumía mi tiempo, descarté por completo la idea de tener un perro y opté por un gato. De acuerdo a una revista de animales, los gatos eran la mascota perfecta para gente solitaria que quiere compartir su espacio con otro ser, pero que también requiere espacio. Los gatos suelen crear una relación que se basa en la confianza, confianza que no se gana de un día al otro, sino que se construye bajo una sólida constancia de actos; aun así por si las dudas, en cuanto recibí a mi gatito del centro de adopción, apresuré los trámites para la esterilización, quería eliminar cualquier probabilidad de abandono.
Era un macho de pelo gris y ojos azules; un poco receloso de su espacio e intimidad, cosa que comprendí de inmediato y por ello le designé un lugar en la sala de estar, pero la primera noche, contrario a lo que me había demostrado cuando lo llevaba rumbo a la casa en el carro y trataba de esconderse en aquella caja de cartón, no paró de llorar en cuanto lo dejé hasta que fui por él y lo tomé en mis manos cautelosamente para acomodarlo en la almohada junto a la mía.
Los primeros días fueron increíbles, llegaba a casa y tenía un pequeño compañero que maullaba al verme, como saludándome. Solía ponerle un tazón con leche a los pies del sofá y sentarme a ver la televisión o leer el periódico, mientras él bebía y luego subía a mi regazo hasta quedarse dormido. Varias veces ambos nos quedamos así dormidos, roncando al compás de los ruidos de la noche.
Fueron épocas felices y poco a poco, fui olvidando la traición de aquellos que amaba, y el dolor fue desapareciendo para ser suplido por una maravillosa sensación de paz y auténtica felicidad. Fue entonces cuando empecé a salir un poco más de la cueva que había construido en los meses anteriores. Me atreví a salir con algunos compañeros del trabajo y acepté un par de citas a ciegas, nada relevante; lo que me hacía llegar algunas noches un poco más tarde de lo común, encontrándome con mi pequeño amigo un tanto molesto conmigo. Tratando de mejorar su ánimo le solía llevar un sobre de comida para gatos sabor salmón, con lo que a veces conseguía me perdonase, pero pronto mi artimaña fue comprendida y desechada, hasta que un día ya no quiso más dormir conmigo en la cama y se fue a acostar a un rincón de mi cuarto desde donde me lanzaba una mirada de reproche antes de cerrar los ojos.
La partida de nuestro lecho me hirió, pero comprendí que igual que yo, me demandaba espacio, libertad; no podía obviar que ya no era el cachorrito que había adoptado hacía casi un año, ya era un gato de un tamaño considerable y hermoso desde todos los ángulos, hasta me parecía que sus ojos eran de un azul más profundo aún, lo que me hacía perderme en ellos en cuanto los veía.
Sin querer, como pasa con aquellos amigos con los que estrechas lazos muy fuertes, los dos fuimos adoptando ciertas actitudes del otro, y un cierto aspecto parecido: ahora yo presumía bigote y algunas canas en las sienes que daban reflejos grisáceos mi pelo. Por su parte, mi amigo se había convertido en un observador, en un analítico, cada movimiento que hacía era motivo de su atención y solía moverse con sigilo, en silencio. Todo ello me pareció gracioso y creo que me hizo amarle más, a pesar de que algunos conocidos que veían a mi gato y a mi solían burlarse de nuestras similitudes.
Pero un día, en una de mis salidas, conocí a una mujer extraordinaria, era todo aquello que mi ex no era y por eso creo que caí perdidamente enamorado. Entonces las salidas pasaron de una o dos veces a la semana, a cuatro o cinco, hasta ser diarias. Evidentemente mi compañero lo resintió y empezó a evadirme cada que quería acariciarlo. Pensando que si tal vez conociera a mi pareja la cosa cambiaría, decidí llevarla a cenar a mi departamento. Planeé toda la noche, hice la cena y preparé algo especial también para él. Al principio, tal y como lo esperaba, no quiso salir a recibirnos, pero Patricia, como el encanto de mujer que era, no se rindió y tiernamente le llamó hasta que él, indeciso, se acercó a su pierna y se envolvió en ella. Aquello me hacía muy feliz, tenía a mi amigo y a mi pareja juntos, conviviendo, cenando y no había temor de que alguno de ellos se involucrara sentimentalmente y me dejaran como ya me había sucedido; pero estaba muy equivocado.
Las visitas de Paty, debido al éxito de aquella noche, se hicieron más frecuentes. Ahora parecíamos una familia que cenaba a la luz de la pantalla y compartía momentos de dicha que serían guardados en la memoria para años venideros. Pero una noche cuando el cansancio era demasiado y las copas hacían imprudente el manejar para llevar a Paty a su casa, pasamos nuestra primera noche juntos. Pronto mi amigo decidió que el rincón era muy solitario y busco su lugar a los pies de la cama, muy cerca de nosotros, un poco más de ella.
La amaba, a veces sentía que un poco más que lo que yo podía amarla, y ella lo notaba, por lo que se deshacía en cariños y consideraciones hacia él. Nuevamente me sentí relegado y algo muy oscuro empezó a apoderarse de mí, ahora competía con mi amigo. Dejé de traer a Paty tan seguido y cuando se quedaba, cerraba la puerta del cuarto antes de que él pudiera entrar y acostarse entre nosotros. En la noche me empeñaba en hacer tanto ruido como fuera posible, en hacerla gritar de placer, porque sabía que eso le volvería loco, y porque sabía que así ella entendería que el único macho de la casa que podía brindarle aquel placer era yo.
Comenzó una guerra, yo hacía aquello y él con una ternura y astucia de la cual yo carecía lograba verdaderos momentos de intimidad con Patricia, pero nunca los suficientes para evitar las jornadas nocturnas que le hacían maullar y arañar la puerta hasta que el ruido de la habitación cesaba. Pero, como todo, de tanto uso, el gusto se desgasta y luego se acaba, y entonces me di cuenta que ya no amaba más a Paty y decidí dejarla. Hubo llantos y gritos, perdí un par de camisas y tuve que comprar una vajilla nueva, pero por fin se había terminado. La consecuencia natural de todo ello, fue que él se alejara de mí, sentía en su mirada un reproche, le había quitado quizá lo que más amaba, pero ¿qué pueden saber los gatos del amor? Seguro pronto lo olvidaría y podríamos retomar la rutina antes de que Patricia entrara a nuestras vidas, pero aquello no sucedió.
Sí, con el tiempo regresó a dormir al cuarto después de haber domido por algún tiempo solo en la sala, pero muchas de las veces al despertar a media noche podía verlo cómo me miraba con sus profundos ojos azules, como si no lo hubiera dejado de hacer por ni un segundo. Un escalofrío recorría mi cuerpo y sólo atinaba a gritarle que se durmiera y a aventarle algún calcetín o algo que tuviera a la mano para que dejara de mirarme.
Puedo jurar que sentía como conspiraba contra mí, su nivel de análisis de cada uno de mis movimientos se exacerbó al grado de causarme una incomodidad tal que pasé de ser un hombre feliz, nuevamente seguro de sí mismo y de la vida, al antiguo y quizá peor hombre inseguro, ensimismado y taciturno. Mi trabajo se vio afectado, la gente que me rodeaba empezó a evitarme, nadie quería convivir con un paranoico que juraba su gato le odiaba. Todo ello me llevó nuevamente a recluirme en mi casa donde siempre estaba él, tan frío y cínico.
Intenté echarlo de la casa pero no lograba atraparle, además de que un sentimiento de culpa me invadía al pensar en la idea de que durmiera en la calle donde nunca había puesto un pie, para mí era seguro una sentencia de muerte. Un vínculo muy fuerte e inteligible a mi entendimiento me unía a él; me era imposible deshacerme de su presencia sin sentir que una parte de mi se iba, pero aun así con todo eso el miedo no me abandonaba. Entre más oscuro me volvía más oscuro y lúgubre era su comportamiento.
Debo confesar que ya casi no duermo, me es imposible, estoy seguro de que siempre me observa, algunas veces despierto con rasguños en mi pecho y en mi cara y sin embargo no recuerdo haberle tenido cerca. Oh dios, por favor, apiádate de mi, haz que pare de verme, sólo quiero dormir, aunque sea una noche más.