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“Lo esencial es indefinible, ¿Cómo definir el color amarillo, el amor, la patria, el sabor del café? ¿Cómo definir a una persona que queremos? No se puede”,
Jorge Luis Borges.
Supe que me gustaban los hombres a los siete años. Mis papás nos daban dinero para ir a las “maquinitas” a jugar King of Fighters, cuando los personajes se preparaban para pelear se quitaban la playera y no podía dejar de verlos, sentía una cosquilla en el estómago, en las manos, en el pecho. Pensaba que era normal emocionarme, mis hermanos también lo hacían, hasta que Lalo que tenía 12 me dijo “¿Qué tanto le ves al mono? Ya juega con otro, ¿te gusta o qué?” Quise contestar que sí, pero la burla de los demás niños, me indicó que no era buena idea decir la verdad.
¿Por qué no me atraen las cosas que a otros les parecen divertidas? ¿Por qué siento que los niños son más bonitos que las niñas? ¿Está mal? Yo creo que sí, mis hermanos ven revistas con muchachas desnudas, pero cuando me las enseñan no siento nada. Me gustan más los niños, pero igual y luego se me quita.
Mi papá practicó boxeo de joven, también le gustaba el fut y la natación. Somos cuatro hermanos y a todos nos transmitió su pasión por el deporte. A Mateo, mi papá lo metió a uno de los nidos del América: a Rubén y a Lalo, a la Conade para ser clavadistas y a mí me agarró para el box quesque porque yo si aguantaba los madrazos.
A los 15 años, en la secundaria, seguía con mi entrenamiento de boxeo, era bueno y me gustaba. Tenía muchos amigos y amigas también, aunque me gustaba más la compañía de los hombres, sobre todo de Fidel, mi mejor amigo. Él entrenaba karate en el mismo gimnasio que yo, me gustaba verlo reír y me gustaba quien era yo cuando estábamos juntos. Sentía la misma cosquilla en el estómago de cuando niño al ver a los peleadores cuando lo veía en sus combates. Se acercaba la graduación y todos estaban desesperados por encontrar pareja. Graciela, que tenía un cabello rojo precioso, pecas y ojos oscuros, tenía vueltos locos a todos, hasta Fidel. En un recreo ella se acercó para preguntarme si ya tenía pareja para ir a la fiesta y me propuso que fuéramos juntos. Respondí que sí y luego ella me dio un beso en la nariz, se quitó uno de sus anillos y me lo colocó en el dedo meñique, dijo que ahora éramos pareja. Al llegar a mi casa les platiqué a mis papás el encuentro con mi “nueva pareja”.
—¡Mi campeón ya tiene novia! ¡Gracias a Dios! Ya me andaba espantando.
—¿Espantado por qué papá?
—Pues porque no veía claro Leo, ya andaba creyendo que eras jotito.
—¿Jotito?
—Que te gustan los hombres —dijo en un tono ya desesperado. Hubo un silencio prolongado. —¿Qué tanto le piensas?
—Nada. Pues voy a ir con Graciela, es bonita.
—Muy bonita chamaquita la que conseguiste, mañana vamos por un traje para que te veas bien galán —me dio una palmada en la espalda, palmada que sentí pesada, no sé si por la liberación que sentía mi padre al convencerse a sí mismo de que yo no era homosexual, o si la pesadez venía de enterarme de que sí lo soy.
Llegó la graduación. Entendí que no podía ser ni comportarme de la manera que a mí me hubiera gustado, porque mi familia y amigos estipulaban que no era correcto. Tal vez estaba enfermo, me sentía enfermo. Le pedí a Graciela que fuera mi novia formal. Esa noche también Fidel se hizo de una novia y me dolía el corazón, por Fidel, por Graciela, por las esperanzas de mi padre, porque había algo malo conmigo y no sabía qué era ni cómo curarme.
Graciela y yo fuimos novios hasta la universidad, me acostumbré a ocultar mis verdaderos sentimientos y deseos, pero a la mitad de la carrera descubrí que había otros como yo, otros que vivían en una obra de teatro, que pretendían ser lo que la sociedad demandaba. Amaury era “la loca del salón”, lo envidiaba, él era abiertamente gay, estaba rodeado de mujeres que no paraban de reír ni de abrazarlo y aunque había chicos que lo molestaban, tenía también buenos amigos varones que lo respetaban. Yo lo odiaba, incluso llegué a maltratarlo varias veces.
Un día Graciela decidió terminar conmigo, dijo que ya no quería seguir con alguien tan contenido, que muy apenas la tocaba cuando todos se morían de ganas por ella. Y sí, era bellísima, me esforzaba, pero no podía ¿Cómo decirle que ella no era lo que yo deseaba? ¿Qué no podía amarla? ¿Cómo explicarle que todos estos años la habría usado para esconderme de esto que soy? ¡No quiero ser esto! ¿Qué soy? Acepté nuestra separación, “Perdóname” le dije y ella con tristeza, me atrevo a decir que con compasión porque algo en ella conocía la verdad, me dijo “Espero que encuentres lo que estás buscando”.
Pasaron los meses. Ella tenía ya otro novio, se veía tan feliz. “Ojalá pueda verme así de radiante alguna vez”, pensaba. Después de clases, me quedé en uno de los jardines de la universidad, observé todo lo que me rodeaba, las aves que se perseguían unas a otras, las mariposas, los árboles, el viento, la naturaleza no necesita adornos para ser armoniosa. Me puse a llorar ¿Por qué el mundo no tiene un lugar para mí? Amaury me observaba y se acercó con la mejor de las intenciones, lo rechacé con violencia. “Quítate joto, no me toques”. Y por primera vez después de muchos ataques y burlas de mi parte, respondió: “Mira cabrón no es mi culpa que seas un closetero, no te desquites conmigo por lo que eres y no puedes aceptar. Sé hombrecito y asume tu realidad”.
Sus palabras rompieron y esclarecieron mis miedos, así como mi talento para el boxeo, me convertí en pieza clave, era brillante en las peleas, una tras otra, sentía que tenía que ganar que, si no podía ganar en mi vida real, ganaría en el ring. A mis entrenadores poco les importaba mis preferencias, ellos solo me veían como una máquina de dinero.
Los años pasaron, tengo 23 años, soy un peleador cotizado, marcas de prestigio quieren patrocinarme y pienso: “Si me convierto en el mejor, van a poder aceptarme como soy”. Tenía que pelear contra lo que viniera. Y así fue, el primer round fue contra el espejo, el pasado y los estereotipos que yo fui creando y adoptando, pero con todo el amor, acepté mi sexualidad y abracé mi identidad. El segundo round fue contra mi familia: rechazado hasta hoy por mi padre y mi hermano Lalo; mi mamá, Rubén y Mateo se quedaron en mi vida, al principio a distancia, el tiempo y la empatía les permitió entender que soy su hermano, su hijo, no un degenerado como refería mi padre.
¿Por qué tengo que luchar contra mi familia? ¿Por qué no me respetan? ¿Con quién más hay que pelear? ¿Esto tiene un final? ¿Por qué el amor necesita explicaciones? Hoy sé que mi destino es seguir en el ring, tengo que luchar contra la sociedad porque se toma de manera muy personal la identidad ajena.
Actualmente tengo 28 años soy un exitoso peleador profesional de MMA, abiertamente homosexual, orgulloso de poder ser quien siempre quise ser: un hombre libre y pleno. Hoy puedo responderle al niño que no entendía lo que le pasaba: ¿Quiénes somos? Soy Leonardo, soy hombre, soy gay, y por el simple hecho de ser merezco ser amado y respetado.