“Toda verdad pasa por tres etapas antes de ser reconocida. En la primera es ridiculizada. En la segunda genera una violenta oposición. En la tercera resulta aceptada como si fuera algo evidente”.
Arthur Schopenhauer
El domingo pasado abordamos dos posibles escenarios cuyo contexto refería entre mentir y decir la verdad dentro de la relación de pareja, la historia contaba una ruptura entre Ernesto y Cristina, en el que en el primer supuesto Ernesto decide aplicar el “no eres tú soy yo”, ocultándole a su pareja que ya no siente lo mismo por ella, pues se ha enamorado de alguien más; el segundo marco describe la franqueza empleada en las palabras de Ernesto para expresarle a Cristina que desea terminar. Concluíamos que si bien no tiene nada de malo dejar de sentir algo por quien es nuestra pareja, porque pasa y es normal, no se justifica la forma en la que se expresan las verdades o se ocultan las mismas.
Surgen un par de preguntas: ¿Cuál sería el escenario ideal para ambos? Y ¿Por qué la verdad nos asusta? Regresé con los expertos para poder darle respuesta a lo anterior. Los psicólogos coinciden en que no existe un escenario ideal, pues los conceptos que tenemos sobre la ética varían de acuerdo a nuestra crianza y experiencia de vida, y lo que para algunos podría ser adecuado, para otros podría ser catastrófico. Sin embargo, explican que podría existir un panorama, que podría parecernos utópico, en el que ambas partes están conscientes que uno no le pertenece al otro y viceversa, que las cosas a veces se acaban y no es culpa de nadie que el sentimiento se termine y que los seres humanos somos cambiantes. Para que estas emociones puedan ser asimiladas y entendidas en pareja, debería existir la confianza y seguridad de poder expresar sentimientos con absoluta libertad, en todo momento y en este caso específico desde el instante en el que uno sienta que la relación se va agotando y menguando. Si aplicamos lo anterior, el engaño no tendría cabida.
Escenario utópico
—Ernesto, siento que desde hace tiempo nuestra relación ya no es la misma, ¿percibes lo mismo?
—Sí, ambos hemos cambiado y nuestros caminos van tomando rumbos distintos. También me he dado cuenta que empiezo a tener sentimientos por otra persona. Lo siento.
Cristina toma de la mano a su novio y ambos se miran con tristeza.
—Me duele mucho lo que dices, pero entiendo que no estás forzado a estar conmigo, no soy tu dueña. Si has decidido tomar un camino que no me incluye, adelante.
—Sabes que mi intención no es lastimarte, aunque sé que eso es inevitable, a mí también me duele porque hicimos muchas cosas juntos.
Este diálogo idílico que pareciera sacado de una película de Hollywood, hace preguntarnos si realmente esta pareja se quiere como todas las parejas dicen quererse, porque en el concepto cultural que tenemos de amor y de pareja deben existir la lucha, el llanto, el drama, el caos, porque solo así algunos se sienten valorados. Yo lo interpreto como la capacidad que tienen dos personas que antes de amarse en pareja, se aman a sí mismas como individuos y que entienden que la libertad del otro no se limita con el amor. Al final existe el libre albedrío y las interpretaciones sobre “qué hubiera sido lo mejor” son infinitas, le pregunto nuevamente: ¿Qué prefiere usted amable lector?
Es interesante indagar en la siguiente cuestión: ¿Por qué nos da miedo la verdad? El sábado pasado durante el Hay Festival, acudí al conversatorio en el que participaba Daniel Krauze, dentro de la plática hizo alusión sobre el concepto de bondad que tenemos sobre nosotros mismos, refiriéndose a la metáfora sobre que los seres humanos oscilamos entre el bien y el mal como el badajo de una campana: “Me pasa muy seguido, que estoy pensando en mí mismo y en mi vida y digo: ‘¡Qué bueno soy!’ Y luego me pongo a pensar en las cosas que he hecho y pienso que no soy tan bueno (…) Debe ser muy raro que alguien vaya caminando por la calle y diga: ‘Qué mal esposo soy, qué mal novio soy, qué mal padre soy, qué mal hijo soy’, lo común es pensar y hablar bien de nosotros y creo que lo necesitamos, para poder vivir, para poder caminar y establecer relaciones; hay que convencernos de nuestra propia bondad, cuando la realidad es que si nos ponemos a analizar las cosas que hemos hecho, no estamos en el extremo de la bondad de la campana, pero tampoco en el extremo de la maldad, más bien estamos en medio”. Un constructo bien preciado por cualquiera es sentirse buena persona. Difícilmente alguien se describe a sí mismo como lo contrario, aunque se reconozcan “malas” conductas. Y, ¿cómo puede suceder esto? Pues porque utilizamos mecanismos atenuantes como la justificación. Responsabilizarnos de nuestra propia verdad puede resultar aterrador.
Afirmar que la mentira es un mecanismo de defensa, nos pone a la par de criaturas que actúan por instinto y nos aleja de nuestra evolución, pero ¿por qué la usamos con frecuencia? No existe una respuesta concreta desde la moralidad y la ética, pero si observamos nuestra biología, puede que encontremos una respuesta orgánica: Tali Sharot, profesora de neurociencia del University College de Londres, realizó un estudio en el que halló que al mentir usamos zonas del cerebro distintas de las que empleamos para decir la verdad, y que cuanto más mentimos, más se adaptan estas zonas y ello nos genera menos culpa. Quienes participaron en este estudio fueron observados a través de tomografías, durante los experimentos. La parte del cerebro que rige las emociones, la amígdala, reaccionaba con fuerza cuando los participantes mentían. Fue así por lo menos al principio. Cuanto más desmesuradas eran las mentiras, menos reacciones se registraban en la amígdala. Los investigadores llaman este proceso “adaptación emocional”.
Para Cristina el amor y la verdad pueden tener una forma muy diferente a la que percibe y entiende Ernesto, así que, aunque apostar por la verdad es “lo correcto”, no existe una fórmula en la que este tipo de conversaciones tengan lugar sin algún tipo de daño colateral y depende de nuestra autoestima cómo manejar las emociones negativas que puedan desencadenarse.