Hace poco murió Próspero, el encantador de serpientes. Adquirió el conocimiento gracias a unos manuales que anunciaban en el radio y que llegaban por correspondencia: “Comuníquese con nosotros y adquiera su manual de Artes Oscuras para que el trabajo y el amor nunca le falten, tenemos la capacidad de ayudarlo para que usted salga de ese mundo perdido en el que personas de corazón negro quieren verlo destruido; no se equivoque, no pierda el dinero con charlatanes y pida ahora mismo el manual original de Artes Oscuras que le será enviado a cualquier rincón del mundo en el que se encuentre”.
Próspero no siempre anduvo en esos asuntos, él era un hombre alegre, de familia y muy trabajador, hasta que descubrió que Luisa, su mujer, lo engañaba.
Luisa era una mujer de muslos gruesos, morena, con el cabello negro hasta la espalda, sensual, coqueta y 10 años mayor que Próspero. Tenían seis hijos. En repetidas ocasiones, trabajando la parcela, le advertían que su esposa andaba de risueña con otros hombres.
Un día después de muchos dimes y diretes, regresó temprano a su casa y alcanzó a ver por la ventana cómo Luisa ayudaba a subir por la escalera a Eusebio para esconderlo en el tapanco, en donde almacenaban maíz.
Próspero entró como una fiera, bajando del tapanco a golpes al primo quien alcanzó a escapar de su furia.
—¡No puede ser que me hagas esto Luisa! Aquí no te falta nada, he sido bueno contigo y con los hijos. ¿Por qué Luisa, por qué?
—¡Porque me aburres!
Le sorprendió que su esposa no tuviera ni tantito miedo de decirle la verdad.
—Vamos ahora mismo a ver a Don Cipriano, porque esto ya no puede ser, nos vamos a divorciar y tú le vas a decir por qué.
Llegaron juntos a casa de Don Cipriano, el agente municipal. Era miércoles de tianguis y toda la comunidad fue testigo de cómo Próspero llevaba amarrada de la cintura a Luisa con un mecatito, mientras la empujaba para que caminara.
—Buen día Don Cipriano, buen día a su señora también. Mire pues le traigo a esta mujer que me ha engañado con mi primo.
—¿Tiene pruebas Próspero?
—Así es, yo mismo los vi escondiéndose en el tapanco y ella lo confirma.
—Trae la máquina de escribir mujer, para que tomes la declaración de ambos —la esposa de Don Cipriano era la encargada de escribir las denuncias y de sellar las sentencias.
—Quiero divorciarme, señor, esta mujer no me respeta y hoy mi amor por ella se terminó.
—¿Tiene algo qué agregar, Luisa? —ella seguía amarrada.
—Nada, el divorcio me haría bien.
Ese día terminó la unión entre ellos, se repartieron a los hijos, ella se fue de la casa con los dos más pequeños y él se quedó con el resto. El buen humor que lo caracterizaba cambió a un semblante lúgubre y lleno de amargura, aun así, un par de años después se casó con Delfina, una mujer 15 años menor que él y que cargaba una criatura sin padre. Próspero le dio su apellido y juntos criaron 16 mujeres, a quienes se encargó de celebrarles fastuosas fiestas de 15 años, para presentarlas en sociedad y así pudieran casarse con hombres buenos que pudieran proveerlas. Así fue con las hijas mayores, pero el resto no tuvo la misma suerte.
—Ay comadre, cómo hemos batallado para acomodar a las muchachas, ya la última está por cumplir 18 y ni una mosca se para por la casa. Todo por culpa de ese hombre y sus cochinos libros —se quejaba Delfina.
—Sí, comadrita, pues qué le digo, ahora todo mundo tiene miedo de su marido. Nadie quiere emparentar con el diablo ¿De dónde le habrá salido esa maña? —se referían a que Próspero había aprendido a hablar con las serpientes.
—Yo siento que le viene del dolor de la otra mujer, de la tal Luisa, lo he escuchado decir su nombre seguido de susurros cuando habla con las culebras.
—¡Que Dios la ampare a usted y a las chamacas! Ese hombre ya no pertenece a este mundo.
Y así era, Próspero se comunicaba con las serpientes; era común en época de lluvia que salieran las culebras a refrescarse y cuando uno no podía matarlas, le llamábamos a él, quien muy orgulloso decía que eran sus aliadas y que tenía el poder de controlarlas para hacer el bien o el mal, el bien para su familia pues cada animal que sacaba de las casas, se las llevaba a la suya para que custodiaran su troje. Nadie tenía el valor de robarle.
Fui testigo del mítico ritual cuando una coralillo se metió a la casa. Primero llamamos a Merced que era el encargado de resolver problemas de animales venenosos, pero después de varios intentos sugirió que le habláramos a Próspero, quien llegó con un morral de yute. “¿Y dónde está?”, preguntó; Merced le señaló el hoyo donde se había escabullido la ponzoña, él se agachó y acercando su cara al escondite susurró con ternura: “ven chiquita ¿dónde estás mamita chula?, chiquita ¡ya llegué!”. Y la culebra salió, mansita, derechita hacia la bolsa de Próspero.
—Gracias, ahora pásamela para quitarle la piel —dijo Merced.
—¡No! No puedes matarla, no seas bruto, si haces eso yo perdería mi poder.
Dio media vuelta, agradeció el llamado y se fue silbando.
Un par de años pasaron, las víboras seguían saliendo y Próspero se adentraba cada vez más en el mundo reptiliano, ya no hablaba con la gente y según Delfina, en las noches susurraba el nombre de su exmujer mientras acariciaba a sus letales guardianas.
Una Navidad fue requerido Don Cipriano para dar fe de la muerte de Luisa, quien se habría casado por cuarta vez. La causa de muerte: la mordida de una serpiente de cascabel. Para saciar su sed de venganza, el nuevo marido pidió los favores de Próspero, que para sorpresa de todos no se negó. Hizo los respectivos movimientos, susurró las palabras de siempre y la cascabel salió danzando… ¡TRAS!, de un machetazo hizo volar su cabeza.
—¡Gracias, hemos terminado! —dijo dirigiéndose al cuerpo inerte del animal.
Próspero no volvió a hablar con las serpientes.
La autora
Ayari Velázquez narra cómo Próspero llegó a ser un encantador de serpientes.