1 Pueblo mágico: mochila

Del viaje que nunca hice a mi mochila, recordé la comodidad del interior forrado en tela, la calidez del hogar en tonos sepia y los grabados con hilo de una marca desconocida simulando un elegante papel tapiz.

Al poco tiempo decidí aventurarme nuevamente.

—El mundo es de los que se atreven —enuncié, dándome ánimos con frases trilladas para viajar a un lugar lejano a la sala (que frecuentaba con regularidad enfermiza durante el confinamiento).

25 pasos me tomó llegar a la habitación. Agarré la maleta pequeña con el neceser, me vestí rápidamente en telas “nuevas” del año remoto e introduje uno a uno los elementos al idílico destino vacacional lleno de exteriores en vinipiel.

No recordaba el acceso cercano a la bolsita frontal —una rotura ocasionada accidentalmente al jalar un hilo—, así que mi destino fue caer como bulto sobre algo húmedo del cual no quise ratificar.

Levanté mi orgullo, sacudí la suciedad cercana y caminé con firmeza hasta alejarme de eventuales ojos curiosos.

Las calles en constantes paisajes sinuosos, acompañaron la estancia breve.

Árboles de papel higiénico olvidado e inestables arbustos creados a partir de basura de lápiz, me hicieron recordar los escasos elementos de la flora terrestre habitada en las aceras calientes.

Tras largas horas de asombro, el abismo invadió los rincones; aquel sonido del zipper cerrándose, anunciaba el termino de una jornada corta pero satisfactoria.

Me hospedé en la bolsa trasera con cierre dorado. Un labial rojo, la tarjeta de autobús ajena sin saldo y el celular manoseado, compartieron el breve espacio de reposo.

Incluso apretujada, tuve el mejor sueño desde que empezó el caos apocalíptico en la superficie.

La mañana siguiente transcurrió con la misma emoción del día anterior.

Visité las arenas coloradas a pie: una serie de cuadrados multicolor, contenedores de texturas granuladas, sobre una figura geométrica más grande.

Llené cada parte del cuerpo como si de talco se tratara. Era una niña jugando a redescubrir una simple paleta de sombras fracturada bajo un escombro de chucherías ahora necesarias.

Mas tarde busqué el bolígrafo negro para surfear en las aguas cubrebocas; recinto atestado de formas medianas, dibujos a granel e intensas olas rompiendo en la orilla pastosa.

Tumbada boca arriba, mantuve la nuca recargada en unas notas adhesivas de color verde chillón. Breves ráfagas se estamparon en la cara, meciendo los cabellos. Pajaritos de moronas atravesaron el firmamento limitado.

Si bien, la dureza del tiempo estático me consumía lunes a domingo, la belleza descubierta en los objetos cotidianos salvaguardaba mi cordura.

La noche desconocida manejé el automóvil plástico, abandonado a.e (antes de la enfermedad). Buen deportivo amarillo, con volante rígido que cumplió su función.

Mantuve la ruta hasta grutas chicle. Grandes estalactitas y estalagmitas rosa, formadas gracias al pegajoso dulce endurecido sobre servilletas arrojadas en un ataque de ansiedad.

No me llenaba de orgullo cómo llegaron hasta allí, no obstante, disfruté caminar entre los recovecos extensos.

Conforme pasaron los días yo retrasaba el regreso inminente. Toparme con la alcoba nuevamente ocasionaba terror; sin embargo, el home office reclamaba tributo.

Los trabajos no perdonan; necesitan sangre, lágrimas e interminables horas de sueño no devuelto, que hay que pagar si se quiere obtener la preciada supervivencia.

Devastada, me escupió la realidad dos días después. Lloriqueos inconsolables resonaron nocturnos, exaltando a vecinos resignados. Amanecí en la misma cama y observé la ventana durante media hora. El trabajo seguía su curso absorbiendo energía vital desde un rectángulo brillante. Cerré las ventanas, medí la temperatura.

Tendida, divagué en la absurda situación: un virus invisible que encerraría la mundo, ofreciendo torturas estáticas con la promesa del “cuando termine”.

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