Siempre tuve miedo a perderte, de imaginar una vida sin ti, ese era uno de mis más grandes temores, supuse que si algún día pasaba sería culpa de la muerte, haciendo alusión a la magnífica frase tan pronunciada en los altares de las iglesias “Hasta que la muerte los separe”. Era el único final seguro, la única barrera que de verdad podía interponerse entre nosotros. ¿Recuerdas ese día? Cuando te vi por primera vez, tu mirada juguetona se encontraba a propósito con la mía, me seguiste por toda la fiesta hasta encontrarnos por casualidad en la pista de baile. Este solía ser un recuerdo de lo más dulce, el inicio de una historia digna de ser contada para enternecer corazones.
¿Y si somos efímeros? ¿Si el tiempo no nos quiere juntos? Estas eran las ideas con las que se llenaba mi mente mientras transcurrían memorias junto a ti, nosotros éramos perfectos, hacíamos la vida más bella con sólo estar coexistiendo en el mismo momento, con tu sonrisa, con la mía y los cuerpos entrelazados amándose en la expresión máxima de felicidad que un ser humano es capaz de conocer. Estaba muy claro; lo único con el poder necesario para romper aquello, no podía ser de este mundo, tenía que ser lo que doblega toda voluntad, quien no conoce el tiempo, la que arrastra todo a su paso y arranca de los brazos hasta el bebé más pequeño.
El día más temido para mí llegaría como el menos esperado, ese en el que conocería a la muerte. Dormía al lado tuyo cuando una ventisca atravesó la ventana, me incorporé para cerrarla y me percaté que algo más que una noche helada había entrado por ella; la vi parada junto a ti, un largo manto cubría su rostro, no había más que una sonrisa pícara asomándose a través de él, quedé estupefacta, el terror me invadió, ¿así es como debía terminar todo? El final tan aclamado desde el día que naciera donde una sola pregunta se abría camino en mi bruma pensativa ¿Por quién de los dos vendría?
En eso, vi que se acercaba más a ti, comenzabas a perder el color, la vida se esfumaba de ti sin siquiera saberlo, pues tus ojos permanecían cerrados a causa del sueño en el que te encontrabas; le supliqué que no te llevara consigo, que me tomará a mí en tu lugar, pero ella sólo reía. Te abracé con fuerza, mojé tu cabello con mis lágrimas, la muerte me miró con intriga, la forma en cómo me aferraba a ti hacía parecer a nuestros cuerpos como uno solo.
En mi oído la muerte susurró:
“¿A qué le tienes miedo?”
Esa frase hizo que mi piel se erizara y sintiera una sensación fría. No pude contestar, mi mente sólo vislumbraba una imagen, yo vestida de negro y a mis pies un féretro con tu nombre. Te apreté contra mi pecho y grité en llanto, la habitación hizo silencio descomunal sólo para dejar escuchar mi dolor.
Era consciente que nuestra historia sólo podía terminar de una forma, cual tragedia dramatúrgica de los amantes inseparables que prefieren morir uno al lado del otro que vivir en tormento sus partidas. Entonces con mi desolación a flote resolví no moverme y continuar sosteniendo entre mis brazos tu último aliento hasta que doliera en mis huesos, si eso no era suficiente para mantenerte aquí entonces dejaría que nos llevaría a ambos, como una sola alma.
Mis sollozos fueron haciéndose más quedos hasta casi desaparecer, cuando pude calmarme me di cuenta que estábamos solos en la habitación, no había rastro de la muerte y para mi sorpresa tu corazón seguía latiendo, tus ojos se abrieron y una sonrisa se dibujó en tu rostro al verme, me rodeaste en un abrazo limpiando las lágrimas de mis mejillas, no comprendiendo lo que había sucedido, creíste que sólo había tenido un mal sueño y yo quise convencerme de ello.
¿Sería que había podido vencer a la muerte? Una victoria que no se le concede a ningún mortal, ¿por qué yo había salido triunfante? Supuse que debía permanecer así, en secreto, quizá se equilibrarían las cuentas más adelante, por lo pronto me bastaba saber que tú seguías conmigo. Pero el ente de la muerte no se haría esperar mucho, demandando lo que no se pudo llevar, atisbando su presencia a cada paso.
Con los días, yo notaba que algo no andaba bien, me sentía cansada frecuentemente, cuando lejos de ti me encontraba la debilidad me invadía, mi energía se esfumaba, sentía como la muerte reclamaba lo que era suyo, todas las noches aparecía el mismo sueño: ella bajo aquél sombrío manto pronunciando las palabras ¿A qué le tienes miedo?
Al contrario de mí, tú parecías más vivo que nunca, tu vitalidad aumentaba exponencialmente mientras mi mirada se iba apagando, como si te hubieras tragado un pedazo de mi alma aquella noche espeluznante, un fragmento que rogaba por regresar a mí desesperadamente. Fue entonces cuando entendí que para mantenerte con vida yo había tenido que renunciar a una parte de la mía, sólo así tú habrías podido continuar en este mundo y cual niño con su dulce, la muerte se calmaría lo suficiente para dejarnos subsistir, pero ella no se conformaría con aquel placebo, necesitaba un alma, una completa para su entera satisfacción.
Creí que podría tener suficiente para ambos, brindar ese respiro que necesitábamos para seguir, pero la ironía de mi autoengaño se mofaba de mí, dándome una bofetada para traerme a la realidad; un cuerpo, un alma, una vida. ¿Qué hacía yo queriendo cargar con dos? Mi unión a ti era tan grande que pudo interferir con la vida y la muerte, te había otorgado algo que sólo debía ser mío, aquello que hacía mis órganos funcionar y a mi cabeza pensar, una sola vida no alcanza para los dos, te estabas llevando mi alma y yo poco a poco expiraba entregándome a la muerte cuando aún no era mi tiempo.
Me sentía esclava de ti, obligada a vivir por ambos y me convertí en el títere de la muerte. Ya no había más, tenía que terminar, darle punto final de alguna forma al tormento obligado, a las cadenas que la muerte había puesto en mí dejándome cada vez más vacía. Se hizo presente nuevamente, el viento gélido, escalofríos, un manto, una sonrisa, una hipócrita mueca de labios entre la penumbra.
—¿A qué le tienes miedo?— volví a escuchar en los labios de la muerte.
Esta vez sí tenía una respuesta para ella:
—A ti no. Puedes llevarme cuando quieras, pero te suplico abandona esta tortura intermedia— Comprendí que el verdadero miedo se había hecho presente, había perdido la libertad de vivir, olvidar de mí por conservarte a ti. Me desplomé en llanto y desesperación, mis piernas temblaron y caí al suelo. Quería morir, era lo único que pedía y suplicaba, pero no era yo a quien buscaba, su decisión anterior no estaba dispuesta a cambiar. Ese mismo día dejaste de respirar, tu corazón se detuvo y falleciste en cama, como siempre debió haber sido. La muerte por fin reclamó el alma extraviada y se fue, yo me sumergí en el dolor de tu partida, como tenía que pasar, aprendí a abrazarlo como aquel amigo que me guiaría enteramente a la libertad. Aunque no soportaba perderte, he de agregar que el separarme de ti era parte de nuestra historia, porque este duelo no es más que la viva expresión del amor que te tengo, perderme en la muerte no es más opción para mí y esa es la prueba del amor que tengo por mí.
Soy Viviana Trejo, ingeniero en biotecnología de profesión.