“Tengo miedo de escribir, es tan peligroso. Quien lo ha intentado, lo sabe. Peligro de revolver en lo oculto y el mundo no va a la deriva, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que colocarme en el vacío”, Clarice Lispector.
Hoy quiero tomarme esta página como un trago de Hendrick’s con cardamomo, que es lo que suelo tomar para celebrar los momentos gratificantes en mi vida.
Me senté a escribir por semanas lo que llevaba años ideando. El año pasado, a diferencia de otros artistas tal vez, no fue provechoso para mi creatividad. Necesito vivir para poder escribir y el 2020 fue como un limbo en el que mis cualidades de ingeniero no titulado tomaron el control.
Me gusta que algunos de mis lectores, amigos y familia consideren que el proceso creativo es como lo proyectan en las películas: el ventanal que da hacia el verdísimo jardín mientras las mariposas revolotean, el whisky en las rocas como desayuno, el outfit de una bata de seda que acaricia mi cuerpo cuando me acomodo en un sillón de piel negro, el escritorio inmenso perfectamente ordenado, la creatividad brotando a cada suspiro, el silencio perfecto o la música clásica en la sala, en fin, un cliché, una utopía.
Había olvidado lo doloroso que puede llegar a ser el proceso de creación, lo mucho que puede enfermarme. A las seis de la mañana antes de lavarme los dientes, antes de ver si mis perras habían amanecido bien, ya estaba escribiendo notas en mi celular, con dolor de cabeza por no haber dormido bien, notas que no decían nada, que no transmitían nada y que desechaba una vez que las pasaba en limpio. Terminaba de escribir a las once y media de la noche, me ponía a limpiar innecesariamente la casa para que al día siguiente no me distrajera la tierrita que se mete por debajo de la puerta principal, la dosis de la pastilla que tomo para dormir no era suficiente, tampoco una dosis doble. Me volví el químico farmacéutico frustrado que vive en mí desde la universidad y entre cocteles de quetiapina y alprazolam lograba dormitar por lo menos cinco horas, entre sueños que afortunadamente no recuerdo.
El espacio que tengo para escribir es la segunda recámara de mi casa, mandé a hacer un escritorio color azul y cambié mi cómodo sillón rojo por uno más duro, en el diplomado, Julián Herbert dijo que la silla era importante, no debía ser tan cómoda ni tan rígida. A un lado de mi escritorio estaba el librero que tuve que sacar del cuarto porque en mis intentos de procrastinar, me daban ganas de leer todo lo pendiente. Las primeras semanas fue difícil, aunque la escaleta y la mitad de la novela ya estaban escritas, no recordaba cómo escribir. Suena estúpido, lo sé, pero así me sentía.
Leo más de lo que escribo y ese parecía ser el problema, estaba leyendo algo que no lograba conectar con mi manera de crear. Compré la novela Salvar el fuego de Guillermo Arriaga, la cual permanece intacta, pues ese día retomé la novela después de toparme con una cita de Gabriel García Márquez:
Durante mucho tiempo me aterró la página en blanco. La veía y vomitaba. Pero un día leí lo mejor que se escribió sobre ese síndrome. Su autor fue Hemingway. Dice que hay que empezar, y escribir, y escribir, hasta que de pronto uno siente que las cosas salen solas, como si alguien te las dictara al oído, o como si el que las escribe fuera otro. Tiene razón: es un momento sublime.
Así fue: sublime.
Las semanas seguían transcurriendo, la rutina farmacéutica era la misma, el quehacer nocturno también, la presión de la fecha límite de entrega se acercaba, me aferré a la trama como si mi vida dependiera de ella y entonces algo pasó, algo que no sucede a la hora de escribir un cuento. La novela demandaba cosas que no estaban programadas, sentimientos que había acordado no develar, la novela me hablaba y estaba molesta. Alguna vez, mi maestro Gabriel Vega dijo que la novela es un organismo vivo. Nada más cierto. No estaba escuchando la propia voz de la historia, aunque esto pueda sonar absurdo. Paré, borré, reescribí y dejé que fluyera, sin salirse de la línea, lo que ella necesitaba.
Al terminar, siento un vacío, siento como si hubiera soltado un globo en mi cumpleaños, una pérdida. Después de todo lo padecido, habíamos creado una relación dependiente, tóxica si quieren, pero necesaria. En mi vida, la escritura es la única relación peligrosa que conservo, porque sin ella, no soy yo.
“El resultado lo da el lector, el autor no sabe si aquello ha funcionado, sabe que no está perfectamente dicho, que no dijo lo que quería decir, que muchas cosas las dejó fuera; pero, al menos, algo de lo que él quiso expresar queda ahí, y el lector es el que tiene que juzgar”, Juan Rulfo.