Las notas melancólicas del organillo se escuchan como un mensaje de otros tiempos, de un siglo atrás, cuando en las calles era la música la que acompañaba a las tareas de la vida diaria. Hoy, incluso, llegan a molestar a vecinos y son perseguidos en el primer cuadro de la ciudad, por no contar con los permisos para tocar en la calle.
Gabriel Miguel se refugia bajo una sombrilla roja mientras toca el organillo, oficio y tradición que se niega a morir, a pesar de la modernidad.
Los autos se detienen en el semáforo y los compañeros de Gabriel se lanzan a través de los vehículos, gorra en mano, pidiendo un apoyo para la música.
Pocos son los automovilistas que en cada semáforo en rojo les dan unas monedas, pues la mayoría finge que no existen y miran hacia otro lado, ven las pantallas de sus teléfonos celulares y buscan algo en el interior de sus automóviles. Los más honestos, muevan la cabeza en señal de negativa.
Eso no desanima a los tres organilleros. Gabriel, justo en el momento en el que se pone la luz roja del semáforo comienza a tocar. Se escucha 100 años, canción que hizo famosa Pedro Infante.
Gabriel señala que desde hace dos años trabaja como organillero. Está acompañado de otras dos personas. “Estamos desde las nueve y media de la mañana hasta las siete y media de la tarde”, dice, mientras ejecuta la canción.
Dice que junto con sus compañeros, Adriana y Luis, se turnan para tocar el instrumento musical cada media hora. Cuando no toca, le corresponde pasar de carro en carro por la cooperación para la música.
Apunta que tocar el organillo no es complicado, “es de agarrarle maña”, lo difícil es cargarlo pues el aparato pesa entre 45 y 50 kilogramos.
Explica que el nombre del instrumento es organillo, pero se le conoce como cilindro porque donde vienen grabadas las canciones tiene una forma cilíndrica.
Gabriel no para de tocar el organillo, mientras Adriana y Luis caminan entre los coches de manera apresurada, antes de que cambie la luz del semáforo y los autos avancen.
Cuando el semáforo cambia a verde, los jóvenes regresan a la banqueta, a la esquina, para poder comenzar de nuevo con su rutina cuando el semáforo marque el alto a los vehículos.
Eso les da un respiro de apenas unos minutos. Luego, otra vez el alto, y la llegada de los coches... la música vuelve a sonar y se repite el proceso.
Gabriel reconoce que así como hay personas que valoran su trabajo, hay otras que de plano lo miran con desdén, pensando que es sencillo: “Hay personas que incluso nos dicen que nos pongamos a trabajar, que nada estamos de flojos, pero la verdad es que no saben qué es estar aquí, todo el día parados, todo el día bajo el sol”, asevera.
A las tres de la tarde, abunda, hacen una pausa para ir a comer algo y continuar el resto de la tarde con su trabajo.
Una fonda cercana, en la zona de Carretas, es el lugar seleccionado para ir a comer y reponer fuerzas.
Dice que por lo regular tocan sólamente en semáforos, porque en el centro de la ciudad los inspectores no los dejan trabajar. “Llegan los inspectores y nos corren. Si no nos movemos nos quitan el aparato y luego es una multa y para lo que sale.
“Así muy bien que nos vaya, porque este organillo lo rentamos, tenemos que sacar para la renta. Ya por muy bien que nos vaya, sacamos 150 pesos para nosotros. Hay veces que ni eso. A veces la pura renta. Sábado y domingo sí nos llevamos 200 pesos, pero los demás días apenas 150 pesos”, comenta.
Agrega que durante toda la semana su trabajo es itinerante, tienen que estar en diferentes cruceros de la ciudad, pues si se quedan en uno solo los corren las autoridades. “Por eso estamos una vez a la semana en un semáforo”.
Destaca que quienes suelen correrlos de las esquinas son los dueños de los restaurantes, o en donde hay viviendas, los residentes salen para decirles si se pueden mover “porque nos va a echar a la patrulla”.
Ante ello, se tienen que retirar. No a todos les gusta escuchar la música de los organilleros, que han estado presentes en las calles de México desde hace más de 100 años.
“Este es un patrimonio de la Ciudad de México. Si hemos salido de la ciudad a lugares como Querétaro, es porque muchos organillos en la Ciudad de México no se puede. Aquí nada andamos dos aparatos y apenas si sale para nosotros”, sostiene, al tiempo que señala que ninguna autoridad se ha acercado a ellos para promoverlos como parte de las tradiciones de la ciudad o de los atractivos culturales.
Adriana y Luis se acercan a Gabriel. Los tres visten de beige. Se dice que el uniforme es herencia de tiempos de la Revolución Mexicana. La creencia popular es que el color del uniforme correspondía al de los soldados de Francisco Villa, pues también la leyenda cuenta que en las batallas que libraba la División del Norte de Villa los acompañaba un organillero, “para amenizar el combate”.
Los tres vuelven al trabajo, sin importan los más de 32 grados, el sol quemante y la indiferencia de la gente que pasa en sus coches. Gabriel, Adriana y Luis siguen en resistencia, luchan por conservar una tradición y luchan por su sobrevivencia diaria en las calles queretanas.