Capítulo 1
Algunas mujeres, saben, sienten y esperan la pregunta de telenovela, la pregunta que también muchas han negado querer escuchar: “¿Te quieres casar conmigo?”. Para mí aquella sería una pregunta que ni siquiera había usado en los juegos de niña con mis Barbies. No. Barbie era independiente, tenía una linda casa, un perrito, una alberca y un jeep; pero lo mejor que tenía Barbie era que todos los días era alguien diferente y esa era la Barbie a la que yo aspiraba ser: Ella no era la misma un sábado que un lunes. Así que cuando él me hizo aquella pregunta supe que era el hombre que estuve buscando en ésta y en todas mis vidas, porque aunque Barbie lo tenía todo, siempre le hizo falta un compañero. Ningún Ken era lo suficientemente exitoso e interesante para estar con ella, además me molestaba que Ken tuviera más accesorios que Barbie y ella necesitaba a un hombre no a un muñeco:
—¿Cómo te quieres llamar? —preguntó.
—Elisa, ¿y tú?
—Juan Carlos Albarrán.
Y he ahí cuando comenzó la vida que tanto quise tener: Una en la que podía ser Elisa y en la que podía ser yo, para escribir lo que Elisa hacía. Porque Elisa es maravillosa, pero no le gusta escribir y definitivamente ella es el mejor de mis personajes, al que más he querido y al que más trabajo me ha costado ponerle un final, pero Elisa es inmortal, lo supe el día que estuvimos embarazadas.
“Estoy embarazada”.
Se lo dije esta mañana. Había tenido una ligera molestia en el vientre, un sangrado fuera de tiempo, los senos insoportables. Decidí hacerme un ultrasonido. Escuché latidos.
Él me recordó nuestro acuerdo. No había necesidad de hacerlo, yo no nací para ser madre.
La solución se llama AMEU, (Aspiración manual endouterina), la duración es de 10 minutos, el costo: tres mil pesos. No había especificaciones sobre el dolor. No quise indagar en ese aspecto.
Me hizo una cita, le indicaron que podía acompañarme, pero que no podía estar presente en el proceso. Con una mirada entendió que no quería su compañía y percibí lo mal que se encontraba en ese momento, “Perdóname”. Fue todo lo que dijo y yo tomé su mano con fuerza: “Tenemos un acuerdo, pero no te necesito mañana, yo puedo resolver esto”.
“Esto”, fue su primer nombre.
Él me miró con desolación, me besó y nos abrazamos largo rato. En ese momento supe que existía algo que iba a unirnos de por vida y que había que arrancarlo, matarlo y olvidarlo.
Viajé muy temprano. La cita era a las 11 de la mañana, me intervinieron hasta las tres de la tarde. No es un procedimiento sencillo, existe una especie de burocracia en el orden de las cosas, hay un protocolo de convencimiento, tratan de sabotear tu decisión, sin embargo mis respuestas fueron directas, acertadas. En el último filtro la trabajadora social me dijo: “Eres la primera mujer que hace esto, como un acto de amor”. Me dieron una bata de color rosa, era el símbolo de la victoria.
“Esto”, seguía siendo su nombre.
A las tres de la tarde dio comienzo el final. Primero te dan una ligera dosis de muerte, no la sientes desde el principio porque, como todos los infiernos, lleva su tiempo edificarlo. Tu mente divaga entre la nada, mientras tu cuerpo está encadenado a una sonda humillante.
No se permiten distracciones, pero en el Infierno nunca se está solo. En éste, por ejemplo, existe la compañía de cuatro mujeres. Todas ellas se justifican. Todas están por lo que no debería haber pasado, en mi caso era algo de esperarse así que me dediqué a escucharlas. Entonces cuando ya comienzas a familiarizarte con el entorno, cuando terminas de convencerte y claro, de convencer a los demás de que estás haciendo lo correcto, llega la muerte helada en las venas, lentamente va descendiendo hasta las caderas y ahí se posa suave como una mariposa que abre las alas y se extiende, se hace larga para abarcarlo todo, para hacerse infinita y entonces, ya no es mariposa, ya no es suave, es tarántula y rasga despiadada todo lo que eres, va vejando con sus patas tu sexo y va hilando la telaraña de ácido que atrapa hasta la razón que tanto defendiste para estar aquí, mientras muerde ese amor y misericordia, los absorbe hasta convertirlos en el exoesqueleto de tu dignidad, de la poca bondad que existía en ti.
La muerte no duele para todos. Me di cuenta al abrir los ojos y encontrar duda y angustia en las miradas de las otras:
“¿A poco te duele?”, preguntan.
¡Pero claro que matar duele!, pienso.
“¿A poco a ti no?”, respondo.
Nunca sabré si a ellas les dolió la muerte o si pretendían no sentir para poder purificar su alma con el sufrimiento. Pero a mí, la muerte me destrozó en un sillón y me llevó a los gritos.
Me pasaron primero para seguir con el procedimiento, era evidente que ya todo en mí, había muerto.
Me llevaron al quirófano improvisado, la camilla parecía sacada de un manicomio. Te indican que al recostarte, debes abrir los brazos, como si fueras a ser crucificada, amarran tus muñecas con pequeños pero gruesos cinturones de piel, lo mismo con tus tobillos. Abren tus piernas a la misma altura de los brazos. Y ya estás lista para emprender el viaje con la anestesia. Recuerdo que antes de cerrar los ojos alguien acarició mi cabello mientras decía que solo eran 10 minutos y que todo estaría bien.
Conclusión: la expresión “Arrancar la vida” es cierta, porque arrancar viene desde las entrañas.
Sí existía el dolor físico, era un dolor que te convence que mereces y que ameritas transformarlo en sufrimiento. Todos en esa sala creen que vamos en contra de lo que existe, lo imaginario y lo divino. Aunque todos te digan lo contrario, es su trabajo hacerte sentir que hiciste lo correcto.
“¡Elisa, despierta!”, dijo una de las enfermeras mientras tomaba mi mano con delicadeza para retirar el suero. Abrí los ojos y ya todas estaban en proceso de retirada. Me asusté, sentí que había dormido demasiado. La enfermera me acercó la ropa y le entregué la bata.
—Quiero verlo —le dije.
—¿Disculpa?
—Vi que lo pusieron en una riñonera, quiero verlo.
La enfermera me miró y trató de explicarme que no era posible, que no era sano para mí, que no había nada que mostrar. Entonces el doctor que me intervino, al cual identifiqué inmediatamente como quien había tenido una muestra de afecto para conmigo antes del final, me tomó por los hombros y me llevó hasta la riñonera. Ahí estaba “Esto”.
—Era niña —afirmé.
—Sí —afirmó el doctor sin quitar la mano de mi hombro—. Puedes llevártela si eso deseas.
—Gracias.
Me dieron una cajita de madera, era como un joyero. Dentro de ella estaba la cánula donde se encontraba inmerso “Esto” y me indicaron que podía enterrarlo en el bello jardín con el que contaba la clínica, en el cual había varias mujeres que en silencio o en llanto desmedido, se despedían de sus hijos.
Sólo quería enterrarla, como el único gesto de humanidad que podía tener, preferí que se quedara en la tierra a que permaneciera en una bolsa de desechos biológicos.
Se acercó la enfermera como para tratar de redimir lo que había pasado con anterioridad, me preguntó si necesitaba la presencia de un padre, le dije que no creía en Dios.
—Unas palabras entonces. ¿Quieres decir algo?, te haría bien —me lo dijo porque no había llorado como las otras.
—Fátima.
Fue todo lo que dije y ella entendió. Se quedó en silencio a mi lado y después me retiré sin despedirme, sin agradecer su compañía, sin mirarla, sin expresión.
El objetivo se cumplió, ya la había arrancado y matado. Solo quedaba olvidarla.