La literatura y el futbol tienen romances únicos, llenos de tinta y regates que nos enseñan que el futbol también puede ser poesía. Fue en 1986, año del segundo Mundial en México cuando Leonel Infante, amigo de mi padre desde niño, invitó a mi hermano a jugar futbol un jueves a unas canchas de tierra y piedras aderezados con vidrios, allá en Lomas Verdes en el Estado de México. Mi hermano asistió.
—¿Qué tal estuvo?
—Mal. Los campos están llenos de cascajo y hay un señor que se cree la gran cosa, se la pasó regañándome.
—¿Y él juega?
—Pues no mucho, ya no regreso.
Amante como soy desde niño al balompié, primero le pedí más información, qué edades tenían los que jugaban, cómo se organizaban, el arbitraje. Le convencí en regresar y el siguiente jueves, de short, tenis y playera, ahí estaba yo acompañando a mi carnal. A eso de las siete de la mañana se organizaba la cáscara, a veces ocho contra ocho, nueve contra nueve, en fin, los que fueran, varias veces once contra 11 y algunos se quedaban sentados o de banca. Como me había comentado mi hermano, había un jugador que hablaba mucho, gritaba, dirigía y entendí que lejos de regañarlos, los guiaba como un líder. Los que jugamos al futbol sabemos que en la cancha los líderes son los cracks, él no lo era, pero se comportaba como uno. Su nombre Carlos Meza Van Scoit, un amante apasionadísimo del futbol, lo llamaban Pepe.
Mi hermano nunca regresó y yo ese día conocí a los que serían mis amigos los próximos 35 años, mis compañeros del lugar al que de manera casi sagrada asistí todos los jueves de mi vida, acudí más a esa cancha que a la escuela. Jaime Bracho y Pepe eran la razón por la que todos estábamos ahí. Aclaro que esto no es una biografía, ni siquiera una semblanza, solo son los recuerdos que tengo de alguien que provocó muchos momentos de alegría en mi vida. Pepe fue hijo del Tapatío Meza, quien le inculcó el amor por el balón, al cual y desde mi perspectiva lo convirtió en su amante. Los jueves y los sábados, Pepe organizaba cancha, casacas, horarios, lo auxiliábamos nosotros claro, pero sin su empuje y liderazgo no hubiera sucedido. Sé que organizó una gira con amigos por Europa: Alemania, España, Suiza, nada más por el gusto de jugar, y el combinado del Engstingen suizo pagó la visita en suelo mexicano en 1993. A lo largo de los años el grupo de cascareros fuimos a jugar partidos a Guadalajara, Acapulco, San Luis, Poza Rica, Villahermosa, ¡Cuba! En fin, la pasión de Pepe por el futbol no conocía fronteras.
De todos los partidos que vivimos juntos, uno de los que más recuerdo fue en el Reclusorio Norte de la Ciudad de México. Pepe nos dijo que después del juego con los internos habría un convivio, así que a cada quien le tocaría llevar una cubeta con algún guisado, una cubeta tenía que ser, ya que no podríamos sacar nada una vez que terminara la visita; kilos de tortillas, litros de refresco, etc. Así fue, entre jugadores y acompañantes éramos alrededor de 22. Al pasar la aduana del reclusorio la revisión de los guardias era exhaustiva, metían las macanas literalmente como si fuera cuchara hasta el fondo de nuestras cubetas de comida, revisando las botellas de dos litros de refresco, probando si realmente era soda y una vez abiertas requisitando una que otra.
El partido estuvo parejo, terminamos 2-2, ambos bandos nos fuimos a un costado del campo dispuestos a compartir y sin darnos cuenta, poco a poco los demás internos se fueron acercando solicitando un taco, un vaso de refresco; en unos instantes nuestro grupo dejó de comer convirtiéndonos en meseros o espectadores, el ansia con la que comían aquellos manjares era la última lección del día, en minutos, muy pocos, se terminó todo, los utensilios para comer eran las tortillas mientras hubo, después las manos, los dedos, la lengua al final del festín, paseaban por las cubetas ya vacías.
Algunos de los jugadores se acercaron para comparar sus tenis con los míos, “¡Son un súper tenis carnal!”, decían, me los quité y se los regalé a uno de ellos, así como las medias. Mutuos elogios sinceros entre los equipos, muchos con lágrimas en los ojos despidiéndonos. Después solicitudes de playeras, medias, zapatos, lo que nos sobrara. Abrazos, reconocimientos, promesas de hermandades, felicitaciones, bendiciones. Salimos casi todos descalzos y en shorts. Un silencio reflexivo nos acompañó durante el regreso. Me sentía enternecido, conmovido, solo el futbol puede unir así a las personas, solo en la cancha no hay diferencias, solo hermandad.
Pepe jugaba práctico y así te invitaba a hacerlo, entendía perfecto el juego de conjunto y poseía una buena técnica con el balón; a veces se aventaba golazos, recuerdo uno allá por 1995, en el campo de la Unidad Cuauhtémoc, prendió el balón a tres cuartos de cancha, más cargado al lado izquierdo de esta, el rayo terminó apagándose en el ángulo superior, ¡golazo! No festejó, solo sonrió con suficiencia y regresó bamboleándose para poner de nuevo en juego la pelota. Disputar un partido con él era de lo más divertido: ingenioso, mentalmente rápido y fácil con el doble sentido, sarcasmo, burla, consejo, o carcajada formaban parte del partido, ya fueras compañero o adversario. Era imposible que se quedara callado, siempre, siempre, contestaba con una broma o un albur.
Pepe fue amigo de futbolistas y exfutbolistas profesionales, quienes lo reconocían y apreciaban. Le admiro una capacidad inmensa de hacer amistades y regocijarse en ellas, fiel a sus amigos y al balón hasta su partida. Su descendencia cuatro hijos, uno de ellos un crack.
Probablemente estas letras no incluyan todo lo que Pepe hizo en su vida y dejé pasar enormes anécdotas y muchos detalles. Mi intención con estas palabras es recordar a una de las personas que han causado, muchísimos y enormes momentos de felicidad en mi vida.
¿Al futbol se juega en el estadio? Al futbol se juega en la playa, al futbol se juega en la calle, al futbol se juega en el alma. Idéntico balón, forma sagrada para los cracks como tú Carlos Meza Van Scoit o los patos de palo. Querido amigo, seguro ya estás buscando campo para las cáscaras entre ángeles y demonios en la cancha de la eternidad.
Me despido de ti y me quedo con esa melancolía irremediable que todos sentimos al fin del partido.