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En las tierras llanas del suroeste queretano, divididas y reñidas desde tiempos remotos entre tribus otomíes y chichimecas, se encuentra el valle del Plan de San Juan, bautizado así por los colonizadores españoles una vez terminadas las afrentas con las tribus bárbaras de esa región. Esta zona ahora comprende los municipios de San Juan del Río, Tequisquiapan y Pedro Escobedo. Tierras fértiles que alguna vez fueron de predominancia agrícola, que hoy se encuentran ocupadas por carreteras, zonas industriales y habitacionales, gasolinerías y restaurantes que las consumen en campos de concreto y piedra dispuestas para la modernidad.
En estas tierras quedan remansos de comunidades indígenas, cuyo legado influenció la forma de vestir en tiempos antiguos y las técnicas para elaborar sus prendas. Este legado indígena mezclado con las enseñanzas, técnicas e incluso códigos de vestimenta impuestos por los colonizadores, terminó en una diversidad cultural que con el tiempo se hizo tradición propia de cada región.
En el caso de la región que se describe en esta nota, cabe resaltar que, si bien fueron pobladas por comunidades otomíes, su mestizaje fue más radical que aquellas comunidades de otros municipios como Amealco, Tolimán y las zonas más alejadas de Cadereyta. Por el constante intercambio comercial con otras comunidades más “modernas”, era de esperarse que los habitantes de esta región se fueran influenciando cada vez más rápido por las nuevas tendencias y teniendo acceso a nuevos materiales.
Como ya hemos hablado, los diseños de las prendas variaban, sobre todo, por la posición social y económica que tuviera la o el portador, y el grado de mestizaje de la comunidad, pero, en general, la vestimenta de la mujer se caracterizaba por ser de naguas largas y sacos que cubrían del cuello a las muñecas. En el caso de las familias más pudientes, era común quemandaran traer telas de otros lugares, de la capital o de donde encontraran las telas más finas. Incluso, algunos hombres y mujeres de clase alta podían darse el lujo de mandar hacer trajes y vestidos a medida, con sastres o modistas ya fuera ahí o en la capital del estado. Si no tenían sus propios mandaderos, contrataban a lo que se denominada un “propio”, quien realizaba encomiendas personalizadas.
Conforme el recurso económico era más limitado, las mujeres adquirían telas y accesorios con los “arrieros” y los “vareros” que llegaban o pasaban por sus comunidades. La diferencia entre uno y otro es que el arriero, al tener más capacidad de carga ya sea porque se las montaban a una yegua, burro o caballo, podía comerciar productos más grandes como lienzos de cambayas, percales, manta, calicot o rebozos, que servían a las mujeres para confeccionar naguas, enaguas y sacos, o los calzones, camisas y patíos de sus maridos.
En contraste, con los vareros se podían adquirir objetos pequeños como joyería, listones, encajes, peinetas, pañuelos, abanicos, hilos, etcétera. Ellos traían a cuestas su propia carga, lo que les impedía mercar en cantidades grandes.
Estas restricciones comerciales limitaban el tipo de materiales que empleaban en las prendas, y es por eso que probablemente los colores que prevalecían, por ejemplo en el caso de los bordados, fuera principalmente azul y rojo.
Algo que caracterizaba a la vestimenta de esta zona era el uso de los bordados. Así fue como lo descubrí en una travesía de hace unos 30 años, en el Barrio de Santa Cruz Nieto, San Juan del Río, donde por recomendaciones, como era costumbre, toqué la puerta de Julián Feregrino y su esposa, Estefanía, miembros muy queridos de su comunidad. Mi sorpresa fue que conservaban por herencia de sus ancestros un muestrario de varios bordados que se usaron en aquella región, tal cual como los empleaban sus mamás y abuelas. Esos bordados, que sus antecesoras portaban en la orilla de sus enaguas, en blusas e incluso en las camisas y calzones de sus parientes varones, asemejaban bordados como el punto de cruz y el lomillo. Y aunque esas figuras que parecían estrellas, grecas y flores no tenían un significado en particular, o al menos ellos no lo sabían, no dejaban de ser de una belleza.
Afortunadamente, por encargo de la señora Estefanía, algunas de las prendas que forman parte de mi colección personal fueron confeccionadas y bordadas por su nuera, cuidando el diseño que ellos recordaban de antaño.
Mismo caso fue en el Barrio de la Magdalena y en el Barrio de San Juan, en Tequisquiapan, donde los señores Juan Pérez Hernández, José Hernández Mejía y don Eusebio me compartieron sus memorias sobre cómo vestían sus parientes en aquellas épocas.
También estas réplicas fueron posibles gracias a una entrañable amiga, Virginia Hernández, quien en ese momento era la asistente del cronista de Tequisquiapan. Gracias a su invaluable acervo fotográfico familiar, hoy podemos viajar en el tiempo y echar un vistazo a las formas en que los habitantes del Plan solían vestir.