Camaleónico, atractivo de pies a cabeza, misterioso y tentador, así es la imagen reconocida de uno de los personajes más constantes en la lectura creativa de los monstruos en el cine: el vampiro.
Al igual que las historias, costumbres y sus medios de expresión, los personajes que el folclor ha creado han encontrado un espacio importante en la imaginación humana desde hace miles de años, y se han adaptado junto a ella. Esto no está nada alejado de cómo ha sido el crecimiento del vampirismo en el arte, en este caso más específicamente en el arte cinematográfico.
En el siglo XIX en el cine se le da rostro y alas en La Manoir du Diable de George Mélies (1896) y la literatura logra darnos su voz y deseo en obras como Carmilla de Sheridan Le Fanu (1872) y Drácula de Bram Stoker (1897), obra que le diese el nombre y la personalidad más reconocida a nivel internacional.
Es para inicios del siglo XX que el término “vampiro” o “vamp” se torna importante en el lenguaje popular y visual, para la construcción de personajes femeninos que gustaban de seducir a los hombres bajo un aspecto de lo que se reconocería como femme fatale, dando paso a algunas de las primeras sex symbol de Hollywood, como lo fuese Theda Bara, quien en el film A fool There Was de Frank Powell (1915) interpreta a una mujer que entra en la vida de su coprotagonista con el fin de enamorarlo para abandonarlo después de que este dejase a su familia y trabajo por ella.
Es por esta razón que el dato más popular de aparición de los vampiros como monstruo o ser antinatural en el cine, recaiga en el inolvidable Nosferatu de F.W. Murnau (1922), un ser oscuro, peligroso y de apariencia extraña, casi como muerta, que está basado en la obra de Bram Stoker antes mencionada, pero sin contar con un acuerdo, permiso o trato previo, por lo que la producción deviene en un problema legal que casi elimina la obra.
Para el año 1931 ve la luz Drácula, de Tod Browning, primera adaptación audiovisual, legal, basada en el libro de Stoker, donde Béla Lugosi se mete en la pálida piel del sediento protagonista, se viste con capa y elegante esmoquin, y da a este ser un nuevo estilo, más elegante, deseable y de hecho, todo un caballero.
A partir de aquí encontramos esta elegancia y carisma en versiones cada vez más detalladas y adaptadas a las demandas sociales. Drácula, interpretado por Christopher Lee y dirigido por Terence Fisher (1958), adquiere los característicos colmillos afilados y la necesaria aura erótica; Blacula de William Crain (1972) demuestra que el vampiro puede ser un monstruo con el que se puede recrear y no atarse a un canon blanco.
El cine de vampiros ha generado una estética y un ambiente propio, así como un sinfín de historias trascendentes arraigadas a una misma leyenda, como lo encontramos en las afamadas obras Drácula, de Bram Stoker, por Francis Ford Coppola (1992), una de las más taquilleras y mejor calificadas versiones del clásico de la literatura; Interview with the Vampire: The Vampire Chronicles, de Neil Jordan (1994), con protagonistas que no comparten los mismos valores ni poder pero que sí encuentran el significado del apego y el arrepentimiento; Låt den rätte komma in (Déjame Entrar) de Thomas Alfredson (2008) con vampiros mucho mucho más contenidos y ocultos en una urbanización actual; Only Lovers Left Alive de Jim Jarmusch (2013) donde el ser vive en un universo menos elegante, más intelectual, casi desinteresado respecto al humano y es capaz de centrarse en la conservación del entorno, de los sentimientos y de la creación, pues este conjunto afecta a su propia mortalidad.
Si lo vemos como una fortuna, en el presente contamos con vampiros para diversos gustos y exigencias, sosteniendo la anhelada ilusión de la mortalidad, las fantasías demoniacas y un hilo inquebrantable de mutación humana que nos hace pensar en algo más allá de los límites. Así, la producción cinematográfica de vampiros, para llegar a nuestros días, ha tenido que seguir moldeándose, cambiando de públicos, abriéndose a sensaciones y sentimientos para demostrar que el mito trasciende y concibe en el creador y en el espectador una imagen del hombre, de la mujer y del ser, en otro universo donde las acciones, virtudes y necesidades pueden cambiar, pero cuya finalidad decae en el sobrevivir más que satisfacer, sin dejar de lado esto último que a conciencia siempre es un recurso insuficiente.