El edificio, dañado y adolorido, se encuentra en mi camino. Hace cinco años, una compañía inmobiliaria construyó unas oficinas para recibir a los clientes de un desarrollo. El diseño privilegia el vidrio, como ocurre con muchas construcciones de la zona. Quizá pensaban ofrecer la imagen amable de un lugar comercial atractivo, con paredes transparentes, aptas para colocar fotografías y mamparas publicitarias, que se podrían ver de lejos, invitando a los posibles compradores a detenerse, entrar y enamorarse de las casas o locales comerciales.

Antes de que el espacio estuviera abierto al público, la pandemia derivada del covid 19 provocó el confinamiento y el cierre de establecimientos. Este lugar, todavía sin uso, fue víctima del vandalismo. Poco a poco, grupos de jóvenes rompieron vidrios, plafones, techos, paredes, cornisas. Dejaron el lugar en los huesos, un pobre esqueleto expuesto a la lluvia, el viento y la acción de otros delincuentes.

Es fácil imaginar a grupos de jóvenes que pululan de madrugada por la ciudad, dejando una estela de grafiti y destrucción por donde pasan. En este caso, se dedicaron con fuerza al ver el edificio solo, sin vecinos a los lados, en una vía de gran movimiento vehicular y sin peatones. Así como la lluvia deja un relente en el aire, un residuo de humedad, así los vándalos imprimen su huella.

En la Edad Media, los dueños de la propiedad se protegieron de enemigos en castillos fortificados, levantaron murallas para envolver las primeras ciudades, crearon los primeros ejércitos y grupos de seguridad. Hoy, se venden casas en condominios preservados por equipos de guardias privados; hay cámaras que registran todo movimiento en las calles, los cuerpos de policía revisan pantallas en centros de control.

Los expertos coinciden: el vandalismo es una forma de agresión, rechazo o desapego a los bienes públicos y privados. Por lo tanto, a la comunidad. Esos jóvenes cometen actos vandálicos en respuesta a una carencia, una necesidad insatisfecha o un sentimiento de exclusión. La sociedad ha dejado a estos jóvenes fuera de las bondades del sistema: educación, cultura, deporte, bienes materiales. Muchos han crecido en hogares donde la violencia es la forma natural de comunicación. Desde niños, han escuchado juicios negativos. Se les hace saber que no fueron hijos deseados, que los recursos económicos no alcanzan para todos, que para abrirse paso en la vida hay que mentir, robar, engañar y destruir.

El modelo económico que vivimos fomenta la desigualdad. Las redes sociales aumentan sus efectos. Los adolescentes que abren sus cuentas se asoman a un universo de fotografías y descripciones que no reflejan la realidad completa: se publican las fiestas, los viajes, la ropa nueva, los premios, la parte bonita y sofisticada de las vidas de los usuarios. Los chicos que miran por esa ventana, las muchachas que se asoman a ese balcón, se sentirán fuera del reparto de los bienes del mundo. Agregue la constante agresión en casa y el esquema de convicciones en que viven: para ellos, los dueños de las propiedades tienen lo que a ellos se les ha quitado. Dañar los bienes públicos o privados es para ellos una justa venganza.

Hay soluciones probadas, como la creación artística comunitaria. Se requiere voluntad.

Google News