Buscar con tus labios, movido por tu instinto, la redonda suavidad del pecho de tu madre, henchido de leche dulce y tibia. Atrapar el pezón, aferrarte a ese promontorio salvador y succionar hasta que tu pequeño cuerpo —todavía no sabes qué significa pequeño ni grande— satisface su hambre y se relaja, gozando de una felicidad antigua como los milenios que anteceden a tu nacimiento y que significan una cadena de seres humanos que vivieron y murieron para ser tus ascendientes. Gracias a ellos estás vivo.

Correr como cachorro, saltar como conejo, reír a carcajadas hasta que te duela la barriga, llegar el primero a la meta que un compañero de la escuela trazó con gis en el asfalto. Meter un gol en la cancha de futbol delimitada por una raya de cal sobre el pasto, con dos porterías hechas de palos y ramas, última ofrenda de un árbol caído.

Entender los signos que tu maestro dibuja en el pizarrón y descifrar su significado, más allá de la calificación que obtengas por dibujar letras en un papel. La evaluación de la escuela es un número en un documento. El aprendizaje que adquieres vale más, es el principio del conocimiento.

Sentir que tu mente se conecta con la del novelista que murió hace un siglo, dejando un puñado de hojas escritas con las teclas de una máquina. Leer y revivir en tu cerebro las luchas de los patriotas que lucharon por su pueblo, con arengas revolucionarias, con estrategias ya empleadas en otras naciones y otras guerras, pero que para ellos eran nuevas. Agradecer a esos seres la libertad que ahora tienes.

Atravesar la calle, el parque, la zona de tu ciudad, y recorrerlos tantas veces, que sientes el espacio como prolongación de tu casa. Conocer los balcones y las ventanas, los escaparates de las tiendas, incluso los semáforos y los autos que cada día se estacionan en el mismo lugar.

Encontrar en otros ojos tu mirada, comprobar que el corazón de la persona amada late al mismo ritmo del tuyo, abrazar con todo el cuerpo, prolongar tu piel en la suya. Comprender de golpe toda la poesía y creer que has alcanzado la eternidad, que tus emociones abarcan un océano, que su oleaje se levanta en tormentas que amainan al llegar a la playa de tu cama.

Hacer planes para fundar un negocio, calcular costos, recibir la aprobación del banco, compartir las ideas con tus amigos más queridos y recibir sugerencias, palmadas en la espalda, palabras de aliento dichas con verdad. Lograr las ventas proyectadas. Pagar el préstamo. Dormir una noche entera sin sobresaltos.

Salir del laboratorio clínico con números que dicen que tus niveles son normales. Escuchar del médico un diagnóstico acertado. Seguir paso a paso el tratamiento y dejar de sentir molestias. Erradicar el dolor del cuerpo.

Comprar ropa linda una o dos veces al año. Creer que por un instante rejuveneces gracias al embrujo de ese vestido. Entrar al restaurante donde te esperan los amigos. Reír durante horas dejando que fragmentos de la conversación se queden por meses en la nube que llevas en la memoria.

Colocar a tu hijo recién nacido sobre tu cuerpo, guiarlo para que encuentre tus pechos. Recordar las palabras de José Martí: “Hay un solo niño bello en el mundo y cada madre lo tiene”.

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