Ha llegado a suceder (hay a quienes les pasa de lo más seguido, como las jaquecas o los insomnios o ambos) que la vida se vuelve remolona y pone todo patas para arriba como los gatos cuando el agua, y lo que parece rutina, esa aeromoza de los días, se rompe por la cintura y deja a uno sin ganas de salirse de las cobijas y olvidarse del espejo y la ropa limpia, esos momentos que en los que el ánimo se esconde en el armario como fantasma o pesadumbre, días largos (hay a quienes las noches) en los cuales ni las nubes se atreven a decir algo que valga la pena, algo que levante el corazón dolido, que espera un empujón, una respuesta, un ajetreo para la escapada.

Las deshoras suelen apoderarse del inquilino de cabo a rabo y no hay manera de sacarse el sombrero para la calle, la librería o la continuidad de los parques, la realidad, esa forma de tirarse al drama, juega sus piezas y uno opta por parecerse a la sombra de las estatuas, no hay escape, la soga del desanimo al cuello como corbata, como la serpiente de la expulsión del Paraíso, y luego la mortalidad, el maleficio, el por qué todo conmigo y todo siempre ahora, afuera todo es felicidad —hay quienes les pasa o fingen que les pasa de lo más seguido—, los cafés están llenos de alivio, de hombres y mujeres a los que los dardos de la desesperación no han tocado ni por asomo, parecen tan sin penas, el cine, el jueves de dominó o el sábado de juegos de mesa, qué dichosos deben ser.

Pero no hay que tirarse a la miseria, siempre hay una carta bajo la manga, un motivo para seguir (seguir, desde luego, no es la palabra porque seguir para dónde) en el último round de la desesperanza, alguien anda por ahí, cuando las recetas de los terapeutas, los consejos no pedidos de la familia o de los amigos, cuando lo que dictan los horóscopos no sirven de nada y se sigue ahogando en el mar de la Luna, se toma un libro de Julio Cortázar, se abre la página al azar, se toman los anteojos, se sirve un café y, ya entrado en el asunto, se pone un disco de Duke Ellington, de John Coltrane o Miles Davis, estas instrucciones, obviamente, no se cumplen con orden obligatorio, primero el uno, luego el dos y el tres y así, digamos que se sigue el instinto, lo que dicta la baraja de la sique, hay quienes, por ejemplo, prefieren a Schumann, un cigarro y media copa de tinto, otros se conforman con Cortázar y los árboles y los gatos y otros con Cortázar en el patio y rascando la nuca con el índice derecho como juego, como señal de que las cosas van mejorando, casi artificialmente, casi simpáticamente, casi divertidamente, y uno se dice, ya casi ufano, con cierta levedad, soy muy sensible para las idioteces, créeme, todo lo que necesitaba era una balsa de combativa y fraternal poesía.

El trabajo de reparación emocional consiste en descubrir que, en efecto, uno se cae y se le ensucia la ropa del alma, que la vida suele ser pareja en ese sentido, que a todos, en el plano astral, les llega su casillita del zodiaco, su par de cachetadas y sus suspiros, que cuando todo pase, porque ha llegado a suceder que todo pasa, la vida, o eso que quiera decir efectivamente la vida, no es otra cosa que la lucha contra el vértigo, contra la caída y los raspones y la sangre batida, una batalla contra la ausencia o el apego, o ambos, pero después de todo, siempre el vértigo nos hará escalar posiciones en el camino al otro cielo, al que se mira con el mismo par de ojos desde cuando se cayeron las estrellas y uno fue encontrando pruebas tangibles de la esencia de Dios, el pajarito mandón que nos usa a veces como muñecos de plastilina en el apretón temporal de la existencia.

Julio murió el 12 de febrero de hace 40 años. Dejó una receta en su cuento “Retorno de la noche”: Tengo que mejorar el aspecto de esa cara.

Otra vez:

Volvé, Julio. ¿Qué te cuesta?


Twitter: @LudensMauricio

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