Toda historia, si se la sabe ver, es una obra de amor. La de Olympia es, si se la quiere ver, es casi divina; por tanto, inolvidable, inviolable.

Artemisa exige un requisito a su padre, Zeus. Nunca será ultrajada, al igual que Atenea. La gemela de Apolo, diosa de la caza, es hermosa. Poesía y arte; libertad y pureza. Y, dice Walter F. Otto, también pudorosa.

Antes de que los griegos dieran nombre al valle de Olympia —La Celestial—, las Ninfas jugaban con el agua y con el olivo sagrado. Habitaban en la humedad de la que crecieron los abetos, árboles hermosos que pueblan todavía hoy la cima del monte Cronos, que es tiempo y cuervo a la vez.

Artemisa, a quien —dice Homero— le gustaban la lira, la danza y los gritos resonantes, fue vista muy cerca del valle por un cazador de nombre Alfeo. Como Acteón, quedó enamorado de la diosa. Artemisa, la tiradora de flechas, se dio cuenta que Alfeo había sido atravesado por el encanto. Luego, en un ardid divino, ella corrió a donde jugaban sus ninfas. Se camufló el rostro con arcilla e hizo que las otras hicieras lo mismo. Aún así, el impertinente la reconoció.

La casta Artemisa sintió vergüenza y pudor. Pero no ira. No cegó a Alfeo, como con otros a los que entregó a los perros. Dejó ir al enamorado, quien había logrado detener a tiempo las intenciones sensuales que desequilibran a los mortales.

Después, Alfeo, ya con la herida en el corazón, se enamoró de Aretusa, la ninfa del manantial. Y la siguió por donde ella iba. Cuando Artemisa sintió el desenfreno del cazador intentó ayudarlo en la conquista. Lo convirtió en río. Aretusa, la ninfa de hermosos cabellos y delicada boca, se volvió fuente —después de cruzar el mar— en Siracusa. Hasta allá llegó el cazador-río, después de recorrer cientos de kilómetros hasta el mar Jónico.

Por fin, en la tempestad amorosa de las olas, se unieron los besos de Aretusa y de Alfeo. Y así seguirán hasta la eternidad.

Al lado del lugar en donde se encendió el fuego sagrado con rumbo a los Juegos Olímpicos de París 2024 se encuentra el río Alfeo, que baña el valle más hermoso del Peloponeso.

Las ninfas alquimian agua y fuego y dan sentido a las Magnas Justas de la Humanidad.

Cuando los griegos fueron asesorados por el Oráculo de Delfos para reestablecer los Juegos Olímpicos, en el siglo IX antes de Cristo, decidieron llevarlos a cabo en Olympia, metáfora de la máxima belleza femenina; de nariz recta y labios de encaje. Después de una terrible sequía, madre de hambre y desolación, todo cambió. Con las fiestas atléticas volvió la humedad de las ninfas, cuyo juguete, el olivo, se volvió premio para los campeones atléticos. Aristea se asomó, de nueva cuenta, bajo el monte Cronos.

Pisa, Esparta y la Élide firmaron la Tregua Olímpica, la Ekecheiria. Durante las Justas (y desde antes; con el peregrinaje de los atletas) Olympia no sería ultrajada, nada alteraba la paz, la belleza y la armonía del valle sagrado, en el que se cumplían la meta y la felicidad.

Siglos después, los griegos construyeron los templos a Zeus, a Hera, a Apolo, a Atenea y a los creadores de los viejos Juegos. En el frontón oriental del templo, en el lado extremo de la izquierda, recordaron a Alfeo, quien —después del esplendor de las pruebas, ya en la era romana— pasó siglos escondido de nueva cuenta hasta el siglo XVII, cuando comenzaron las excavaciones modernas en Olympia. Durante la Edad Media, la historia de amor entre Aretusa y Alfeo fue el rumor del amor, que, si se quiere ver, es la Historia de Occidente.

Olympia, todavía hoy, es la inviolable, como Artemisa, la indicadora de caminos.

Twitter: @LudensMauricio

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