El 3 de julio de 1923, once meses antes de morir, Franz Kafka escribió en su diario, que comenzó a escribir en 1910:

“Esta mañana: lavarse, hacer ejercicios gimnásticos, ejercicios conjuntos (me llaman el hombre del bañador), unos cantos corales, juego de pelota formando un gran círculo. Dos hermosos jóvenes suecos, de largas piernas. Concierto de una banda militar de Goslar. Por la tarde, voleando heno. Por la noche, el estómago tan estropeado, que el disgusto casi no me permitía ni dar un paso. Un anciano sueco juega con unas chiquillas a perseguirse, y está tan interesado por el juego que una vez grita: ¡Esperen ya las atraparé en los Dardanelos! Se refiere al paso entre dos arbustos…”

El mundo se alista para conmemorar el siglo de Kafka, muerto en junio de 1924. Cronista de un universo paralelo —más real de lo que muchos se imaginan—, el autor de “El proceso” se empeñó en llevar a cabo su intimidad escrita (todo en él fue leer y escribir) desde los primeros meses de 1910. La edición de los textos se debe a su gran amigo Max Brod (la editorial TusQuets publicó los Diarios, con la traducción de Feliu Formosa). Revelan a un bicho raro, profundamente ligado a toda actividad humana.

La estampa que el siglo XX diseñó del checo (nacido en Praga en 1883) lo hace parecer enclenque, enfermizo y delicado. Hay algo de razón en esos adjetivos; después de todo, su muerte por tuberculosis y por complicaciones de una pulmonía no habla necesariamente de una persona sana o fuerte. Es cierto que Kafka fue un ser achacoso. Pero no fue ajeno a la actividad física o deportiva en las que encontró paliativos para el dolor de la existencia.

A Franz le tocó pasar su juventud en una Europa que estaba experimentando la gran revolución pedagógica del siglo XIX: la propagación del deporte. Cuando tenía 13 años se restablecieron los Juegos Olímpicos en Atenas. Gracias a la propagación de las piscinas públicas, Kafka se convertiría en un empedernido nadador. No solamente eso: también un gran aficionado al tiro y a las caminatas.

Escribe el 16 de junio de 1923: “Conversaciones en el parque. Nos perdemos de la excusión colectiva a Harzburg. Fiesta con un concurso de tiro en Stapelgurg, con el Dr. Sch. y un maestro peluquero de Berlín. La gran llanura asciende suavemente hacia la montaña del castillo de Stapelburg, bordeada de viejos tilos. El tenderete de los tiradores desde donde se efectúan los disparos y viejos campesinos anotan los tantos en el libro del concurso. Vieja costumbre inexplicable”.

Ese mismo día, Kafka se asombra de la pista de baile, dividida en dos, por el centro. La banda de música se encuentra en un vallado de dos hileras de sillas. Por el momento —precisa— está vacío. Unas chiquillas se deslizan por las tablas lisas. “Los jugadores de ajedrez, que descansan y hablan, me impiden escribir. Al empezar el baile tenemos que irnos, ya son la diez menos cuarto”.

Kafka correrá al día siguiente sobre “la tierra blanda bajo sus pies”.

Franz Kafka murió el 3 de junio de 1924 en el sanatorio Kierling, situado cerca de Viena. Contra lo que ordenó en su última voluntad, sus obras fueron publicadas al morir por Max Brod. La literatura cambió para siempre con sus obras. Poco antes de fallecer, Kafka —el hombre del bañador— dejó un relato de pavorosa belleza: “Un artista del hambre”. A causa de la tuberculosis no podía pasar bocado sin terribles dolores.

Uno de sus aforismos pudo ser su biografía: “Me he pasado la vida resistiéndome al placer de acabar con ella”.

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