“El ser humano es el sueño de una sombra”, escribió Píndaro en una de sus “Píticas” (VIII).

“Pero cuando le llega un rayo de luz enviado por Zeus, un resplandor brillante le distingue de entre las gentes y su existencia es gozosa”.

En los Juegos Olímpicos de Londres 1948, Zeus tuvo dos gestos, casi consecutivos.

La flama olímpica resurgió de entre sus cenizas en la capital del Reino Unido en aquel verano de los escombros de la guerra. Austeridad, esperanza y gloria vigilaron, pacientes, la celebración de las Magnas Justas; interrumpidas desde Berlín 36. El equipo femenino de atletismo de Estados Unidos enlistó a dos atletas, quienes se distinguirían de entre las gentes, como cantó el poeta.

Audrey Mikey Patterson (nacida en Nueva Orleáns en 1923) y Alice Coachman (Albany, Georgia, 1921) formaron parte del elenco de nueve atletas de raza negra que compitieron en la pista londinense por la delegación estadunidense. Patterson logró clasificarse, sin sobresaltos, a la final de los 200 metros planos que se estrenaban en el programa olímpico.

Poco antes del balazo de salida sufrió una quemadura, que puso en duda su participación en el heat, en el que la holandesa Francina Blankers-Koen saltó como favorita para apoderarse de la medalla de oro.

Contra todo, Mickey tuvo el valor suficiente para correr la distancia y llegó a la meta casi a la par de la australiana Shirley Strickland. Después de minutos de deliberación, los jueces decidieron otorgar la presea de bronce a Patterson, quien se convertiría en la primera deportista afroamericana en obtener un metal en la modernidad. En efecto, Fanny lograría ganar el tercero de sus cuatro oros en aquel certamen. Solamente Jesse Owens había logrado tal paradigma en la rama varonil; doce años antes, en Berlín.

Aquello sucedió el 6 de agosto de 1948, año en el que el futuro líder de la lucha civil, Martin Luther King, se graduaba en sociología en Atlanta, Georgia. Al atardecer del día siguiente, el destino dio resplandor a Alice Coachman, la joven negra a la que se le impidió entrenarse en los centros atléticos de Albany y quien debió prepararse para competir en Londres en más de una ocasión con los pies descalzos. Así, descalza, logró romper el récord nacional de Estados Unidos en el salto de altura y conseguir su clasificación al festival olímpico. “Los mejores —escribió Heráclito— exigen una cosa por encima de todas: gloria imperecedera entre los mortales”.

Coachman y la británica Dorothy Tyler lograron saltar 1.68 metros en la final. Los jueces —otra vez— deliberaron que la medalla dorada debía pertenecer a Coachman porque había alcanzado esa altura en su primer intento; Tyler, en el segundo. Alice se convirtió en la primera atleta negra en ganar el olivo de los campeones desde el restablecimiento de los Juegos, en 1896.

Cuando Alice regresó a Albany no fue recibida por el alcalde y los organizadores del homenaje de bienvenida le impidieron pronunciar su discurso de agradecimiento. La segregación racial fue más poderosa que el orgullo deportivo.

Pero el kléos griego (la gloria, para nosotros) tiene mil maneras de manifestarse.

El deporte es, en esencia, padre de la cultura pop.

En 1952, Alice Coachman fue elegida por la Coca-Cola para su imagen de publicidad para todo el mundo. Fue la primera estrella deportiva de color en aparecer en los anuncios de La Chispa de la Vida. Todavía hoy la Internet permite ver aquella campaña publicitaria en la que comparte carteles con Jesse Owens.

Todo héroe resume, a veces en unos meses, la grandeza y la fragilidad de la vida humana.

Alice Coachman murió en Albany en 2014 a causa de un infarto. Petterson se mudó a California, en donde murió en 1996. En 1982 fundó la Carrera por la Libertad en Honor a Martin Luther King, en San Diego.

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