En una alineación imaginaria, el escritor británico Mark Perryman —convertido en director técnico— decide incluir a una figura de renombre para hacerse cargo de la zaga de un equipo sin precedentes en la fantasía del futbol en el que militan, entre otros, Albert Camus, Ludwig Wittgenstein, Friederich Nietzsche, Shakespeare, Bob Marley y Antonio Gramsci.

Perryman, después de muchas elucubraciones para ocupar tan estratégico puesto en la cancha, opta por Simone de Beauvoir, la legendaria militante del existencialismo.

En una posible entrevista con los reporteros de la fuente, el escritor da sus argumentos para aclarar cualquier polémica sobre el nombramiento: “Beauvoir es esa mujer que se destaca en el mundo buscando objetivos, la espléndida posesión, el absoluto”.

Simone Lucie Ernestine Marie Bertrand de Beauvoir nació en 1908 en París, la hoy inminente sede olímpica. Hace un siglo, cuando cursaba el bachillerato, tomó la gran decisión de su vida (que cambiaría, sin saberlo, la de millones de mujeres en todo el mundo): sería escritora. Y filósofa, y profesora, y activista, y periodista y espíritu libre.

Hace 75 años, Beauvoir publicó un libro que radicalizaría al ya radical siglo XX: “El segundo sexo”, largo ensayo en el que reflexionó —desde todos los puntos de vista del pensamiento— sobre la mujer y lo femenino.

Su fuerza, su voluntad y su inquebrantable lucha por la igualdad hicieron que Beauvoir fuera incluida en el equipo de grandes pensadores de Parryman (“Filosofía del futbol”, editorial Edhasa): “demostró que las jugadoras que ocupan este puesto no tienen porque resultar segundonas, siempre pionera estaba decidida a no entregar nunca su banda y a batallar largo y tendido por los puntos, tanto en casa como en el campo contrario”.

El creativo director técnico de la escuadra insólita reconoció otras cualidades en la lateral por izquierda: sólo con que sus compañeras de equipo comenzaran a creer en ellas mismas, podrían conseguir los resultados que anhelaban. Simone exigía independencia, control completo del balón y del equipo, además de tomar siempre la iniciativa de cualquier jugada, sobre todo cuando éstas se dirigían al centro del área rival.

Cuando se publicó “El segundo sexo”, en 1949, las mujeres tenían prohibido jugar al futbol y a otros deportes “exclusivos” para hombres, como el boxeo, el waterpolo y las pruebas de larga distancia como la Maratón. De alguna manera, Beauvoir sería causante de que ellas ganaran terreno en la paridad de género fuera y dentro de la cancha. Hoy son boxeadoras, waterpolistas y maratonistas.

Alega Parryman que “al término de su carrera (hipotética, claro) como defensa, Simone había conseguido que el aspecto físico del juego ya no estuviera en juego y que las jugadoras se dedicaran a sus cosas cuándo y cómo quisieran”. Simone fue una de las causantes de que el techo de cristal del estadio se viniera para abajo: el suyo era un equipo que conseguía los éxitos mediante un propio esfuerzo. Le dio vuelta al esquema social y laboral, rompió normas e hizo lo que le vino en gana para que sus compañeras se afirmaran como una potencia mundial. La suya no fue una participación meramente testimonial. Al contrario, fracturó la cintura de la historia de un antes y un después.

Cuando Simone de Beauvoir murió, en 1986, las mujeres estadunidenses ya diseñaban una forma femenil del futbol soccer como protesta y necesidad ante el machismo por el beisbol y el futbol americano.

En 1991, Estados Unidos derrotó 2-1 en la final de la primera Copa del Mundo de futbol femenil, en China.

En la alineación imaginaria (y eterna) de Parryman hay una contundente sentencia: “No se nace mujer; se llega a serlo”.

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