Para comprender los documentos que tenía en sus manos, el viejo Cicerón dependía de sus esclavos jóvenes, que leían en voz alta párrafos importantes para el sabio.

Después de la rueda y de la habilidad para producir y controlar el fuego, las lentes son uno de los inventos más importantes para la humanidad. En el siglo XIII, monjes italianos desarrollaron una lente de cristal de roca y cuarzo que aumentaba las letras de un escrito si se colocaba sobre el papel. Desde entonces, ha fluido mucha agua bajo los puentes.

Hace mucho tiempo, mi querido amigo Bob Jackson participaba en un grupo de voluntarios que llevaban a países de América Central medicamentos básicos y daban consultas médicas. Los pintores, bordadores y tejedores de artesanías agradecían con lágrimas el regalo de lentes para vista cansada, pues de su trabajo dependían sus familias y sin lentes no podían hacerlo a la perfección.

Como los ojos de millones de seres humanos, los míos han dejado de ver con claridad imágenes y objetos colocados a treinta centímetros. Mis lentes están insertas en armazones que son un prodigio del diseño contemporáneo, con bisagras para sus extensiones, que se sostienen en la nariz como si su presencia incrementara el olfato, y sobre las orejas como si aumentaran la audición.

Cuando compramos un par de gafas, estamos pagando una parte mínima del esfuerzo repetido, de la prueba y error de hombres y mujeres del pasado que trabajaron para perfeccionar un invento porque en algún momento se vieron imposibilitados de comprender una receta médica, el instructivo de un aparato o la carta de un hijo. Sus ojos, cansados de mirar, hicieron manifiesto el deterioro inevitable, y perdieron una parte fundamental de su función.

Llámese contrapeso, equilibrio o ley de natura, conforme los ojos del rostro pierden la agudeza de mirar a lo cerca, la mirada del corazón se vuelve más profunda. Los años dejan huella en el espíritu, un espesor que se va al fondo del pensamiento como el café turco deja una borra en la taza, que algunos adivinos interpretan como si fueran signos del futuro. Al menos así venden los servicios de cafeomancia a viajeros necesitados de una palabra de aliento que les permita avanzar en su camino.

Mis anteojos también se cansan y un día dejan caer una lente. Las bisagras pierden un tornillo, la armazón se rompe. Yo guardo todo, porque tengo un marido hábil que arregla lo que se descompone, desde los juguetes hasta los electrodomésticos. Su miopía es útil para ver detalles, con sus dedos vuelve a poner minúsculos elementos en su lugar y arregla cosas que se han caído por accidente o porque la vida misma nos hace tropezar. No me atrevo a tirar a estos soldados caídos en batalla, siento que es un delito enviarlos a la basura.

Algún día, sin embargo, tendré que arreglar cajones y escogeré cuáles pares se quedarán aquí y cuáles tendrán que irse al centro de acopio, en espera de que las plantas de producción hagan nuevas lentes para los adultos que serán estos niños que ahora ven todo con claridad, pero no saben aquilatar el tesoro que tienen en los ojos.

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